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Por Diana López Zuleta
EL PAÍS

No pasa un solo día sin que Alcides Gutiérrez Pinto pregunte quién se murió. Se ha entregado a la tarea de anotar todos los muertos de un pueblo del Caribe colombiano. Apunta metódicamente, en cuadernos de contabilidad, el cuándo, el día que lo enterraron, la edad y el barrio donde vivía. Alcides dedica su vida a contar muertos.

Tiene 61 años. Es un mulato inconfundible de esa región. Ni alto ni bajo. De pelo grueso y quieto, mirada taciturna y hablar veloz y desparpajado. Tiene las piernas arqueadas y una particularidad única en el pueblo: dos pulgares en su mano derecha de seis dedos. Alterna la albañilería con su afición de contar muertos. Nadie se lo ha pedido, simplemente lo hace por puro gusto. Marca el ritmo con tambores y platillos en la banda de porros de La Paz (Cesar), donde toca hace 40 años. Gana hasta 120 mil pesos (25 dólares) por una tanda de siete canciones.

Ubicado en el norte de Colombia, La Paz es un municipio con 29 mil habitantes, 16 mil de ellos en la cabecera poblada. Su clima es caliente, como un verano sin fin. Cuando Gabriel García Márquez pasó por allí, en 1952, el pueblo no era muy diferente al de hoy: no había agua permanente y por todos lados se escuchaba la música de acordeón característica de esa tierra: la vallenata. “Todo el mundo canta, de nacimiento, en cualquier parte y a cualquier hora”, escribió. La Paz era uno de los lugares que frecuentaba el entonces joven escritor para vender enciclopedias.

La rara afición de Alcides comenzó en 2005 con un almanaque en el que marcaba las fechas de muerte de sus familiares, pero la labor le fascinó tanto que se hizo extensiva a todos los muertos del pueblo. Hoy lleva el mejor inventario. El nombre que más le ha dolido apuntar es el de su padre, de quien heredó la vena musical y la vocación de albañil. Ha llenado dos cuadernos y tiene dos más en blanco dispuestos para esa tarea. La libreta de Alcides funciona de recordatorio. Los familiares de los muertos la consultan para ver si les toca celebrar la misa del año siguiente. Como albañil, Alcides está más interesado en arreglar la bóveda de su familia que en su propia casa. “El único lugar seguro que tenemos es el cementerio”, dice.

Alcides cuida sus cuadernos de contabilidad como si fueran los hijos que no tuvo. Enumera los muertos y al final de cada mes la contabilidad le sirve para establecer estadísticas, por ejemplo, para calcular en qué periodo hubo más decesos. Enero y septiembre son los meses en que más ha habido muertos este año, con 15 cada uno, cuenta. Desde el 2013, cuando inició el segundo cuaderno, la lista ha pasado de mil. La mayoría perecen de viejos; cuando la causa es la covid, lo remarca en la página.

Dos fenómenos han marcado las últimas décadas en el pueblo: la arremetida a sangre y fuego de la guerrilla y de los paramilitares y el contrabando de gasolina de Venezuela. Este comercio ilícito abundó tanto que el fuego llegó a consumir viviendas y se dispararon accidentes de carros cargados de combustible; hubo tantos que los motejaron como “caravanas de la muerte”. Con el cierre de la frontera el funesto negocio se acabó.

Es casi medio día. Del traspatio llegan los cacareos de un gallo y cuatro gallinas ponedoras que Alcides tiene para surtirse de huevos. Una decena de tortugas de varios tamaños camina por el suelo polvoriento. Sentado en la terraza de entrada, cuenta que hace poco supo de la muerte de un hombre que vivía cerca de su casa. Él, sin confirmarlo, lo anotó en su cuaderno. Tres días después el difunto pasó caminando por la calle. Él quedó helado. Cuando se recuperó del susto atinó a preguntar: “¿Ese no era el hombre que dijiste que se había muerto?”. El vecino admitió que tal vez era un error. Alcides no lo borró de la lista, sino que agregó al lado del nombre la palabra “Pendiente”. El “revivido” se enteró de que aparecía en la lista de muertos y fue a reclamarle a Alcides: “Oiga, bórreme de ahí, porque yo no me he muerto”. El nombre aún sigue en el estado pendiente, quizá porque la contabilidad no admite tachaduras. Otro vecino tuvo un grave accidente en el carro. En cuanto salió de la clínica, se apresuró a buscarlo para cerciorarse de que no fuera a estar en ese registro. “Casi lo apunto”, dijo Alcides entre carcajadas, olvidándose por un momento del calor sofocante.

Un mototaxi con altoparlantes recorre el pueblo perifoneando los datos del próximo sepelio a celebrar. Alcides no se pierde ningún velorio. Va a dar el pésame a los deudos y, de paso, corrobora el nombre del muerto. En esa región, las personas son más conocidas por el mote. A Alcides lo apodan ‘Chide’. Sale en bicicleta todos los días a buscar la yuca en la plaza del mercado y, de paso, aprovecha para ir al cementerio y preguntarles a los sepultureros Baldomero García Márquez o a Pablo Ramos si se murió alguien para actualizar su lista.

El último nombre que consignó en su cuaderno es el de un fallecido en un accidente de tránsito en el desierto de La Guajira. El entierro fue multitudinario. Ríos de gente con coronas de flores entraron en el cementerio que parece, más bien, un pueblo pequeño. Alcides también cuenta el número de personas que va a cada sepelio. Hace poco asistió a uno en que el cortejo fúnebre era escaso. “Iban 16 personitas no más”, se lamenta. Si quien muere no acostumbraba ir a los velatorios, el pueblo, en represalia, no va al suyo. Ni muertos escapan del cotilleo. “No fue casi gente” o “ese entierro sí quedó malo”, se oye criticar como si se tratara de un concierto.

En La Paz para morirse hay que tener dinero. El primer día del velatorio ofrecen comida en forma de empanadas, buñuelos, frituras de distintos sabores, consomé y arroz de pollo. También brindan té, gaseosas, café y peto, una bebida a base de maíz. Los más opulentos ofrecen bufé. La tradición de rezar durante nueve noches se extiende a otras regiones de Colombia. En el aniversario, conocido como “cabo de año”, regalan recordatorios: rosarios, biblias, portarretratos, estampas de santos, pañuelos con el nombre del difunto… Repartir comida y tener atenciones con los visitantes, más que para recordar al muerto, sirve para evitar las habladurías contra la familia. Recientemente, durante un cabo de año repartieron fotocopias con el rostro del muerto y la concurrencia se molestó porque era un regalo inútil. Si las mujeres no guardan luto, y se visten de color al poco tiempo de haber muerto el pariente, son criticadas con fiereza y encasilladas como “faltas de consideración”.

Alcides recuerda cuando unos ladrones desenterraron a un muerto y se lo robaron, con todo y ataúd, para pedirle a cambio un rescate a la familia. Tiene un rosario de anécdotas sobre defunciones y muertos que salen, como el fantasma de un niño quemado que causó zozobra pues a todo al que se le aparecía le predecía tragedias. Él no cree en supersticiones, pero se divierte contándolas.

Es posible que algunos de los muertos que Alcides tiene anotados en su cuaderno todavía estén vivos para la Registraduría, la entidad estatal a cargo del registro civil de los colombianos. Es famoso en Colombia que a muchos difuntos no los descargan del registro civil y su identidad sea usada para poner votos y hacer negocios turbios.

Algunos vecinos temen grabar su nombre en la lista. Todos juegan a adivinar quién será el siguiente. Ni el propio Alcides se escapa a ese destino: le ha encomendado a su sobrino añadir su propio nombre cuando le llegue la hora.

 





 

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Tomado de Así los Gilinski y sus socios emiratíes tratan de cambiar el paisaje empresarial de Colombia mediante una ambiciosa operación que perjudicaría a fondos de pensiones y accionistas de grandes grupos