En medio de un paraíso caribeño se libra una batalla: por un lado, un pueblo de indígenas garífunas que reclaman el derecho de sobrevivir en los territorios que habitaron sus ancestros durante más de dos siglos. Por otro lado, grandes conglomerados empresariales, el ejército y un reality Show europeo, que buscan lucrarse de la belleza natural del archipiélago Cayos Cochinos en el litoral Atlántico de Honduras, reseñó Carlos Martínez en elfaro.net.
1. La batalla de cayo Palomo
El 22 de febrero de 2019 estalló un conflicto en medio de unas islitas paradisíacas en el Caribe hondureño.
Aquel día, los pescadores garífunas de la comunidad Nueva Armenia se hicieron a la mar en pie de guerra, a bordo de cayucos de madera y lanchas con motores fuera de borda, usados normalmente para pasear turistas. Reunieron un arsenal de tambores y esencias para prender sahumerios y se fueron a presentar batalla para recuperar el territorio que consideran suyo. Tomaron por asalto el cayo Palomo antes de que la lancha de guardacostas consiguiera impedirlo. Se apoderaron de la playa y tocaron en los tambores los ritmos secretos de sus abuelos guerreros. Entonces, salieron los italianos a bailar.
Eran participantes del célebre show “Supervivientes”, que se rueda dos veces al año en los Cayos Cochinos. Se trata de un concurso en el que –a veces unos españoles, a veces unos italianos– juegan a sobrevivir en lo que parecen ser unas islas “desiertas”: pasan pruebas, se enamoran y se odian, hacen alianzas y viven las más apasionadas intrigas para deleite de las audiencias europeas.
Al parecer, los competidores italianos pensaron que aquel desembarco garífuna era parte del juego y salieron a su encuentro con sus bikinis diminutos y sus músculos y sus abdómenes a menearse como mejor supieron, mientras camarógrafos y sonidistas los orbitaban sin saber qué hacer.
Una de las garífunas que participó en aquel desembarco grabó el encuentro con su teléfono y a simple vista es imposible deducir lo que está ocurriendo: decenas de pescadores negros con ropas humildes, los tambores sonando, los italianos dándolo todo; una líder de la comunidad, de rodillas en la arena, gritando al mar sus demandas con un megáfono; un grupo de militares con sus fusiles que miran todo desde la lancha de guardacostas, sin tener idea de qué se hace en estos casos, y una productora que camina por la playa con el susto de quien sabe que aquello no es parte del show.
Cuando al fin alguien puso en orden aquel zafarrancho, los pescadores garífunas y los italianos ya se habían mezclado, y unos enseñaban a otros a mover las caderas y todos se aplaudían al final de cada danza.
“¡Ey, paren el tambor un poquito!”
En el video se escucha la voz de Eduard, el líder de la asociación de pescadores de Nueva Armenia, y de Ana Mabel, que encabeza el comité de defensa de la tierra: dos jóvenes garífunas, motores de la organización comunal, dotados de un discurso bien articulado y de una rabia fermentada durante años.
Dos azoradas productoras se acercaron a los muchachos buscando sacar algo en limpio. “Se les dijo que el problema no era con ellos, sino con la Fundación, que había una serie de agresiones de la Fundación contra la comunidad y que la comunidad no recibía absolutamente nada del dinero que ellos pagaban por alquilar los cayos”, recuerda Ana Mabel.
De la Fundación hablaremos después. Por lo pronto diremos que es la organización que administra el archipiélago de los Cayos Cochinos y diremos además que los garífunas consideran aquellas islas como parte de su territorio ancestral, donde pescaron sus abuelos por dos siglos, y por ello les resulta insoportable que durante el rodaje de “Supervivientes”, la guardia costera, acompañada siempre de soldados, les impida pescar cerca de los cayos, para no contaminar las tomas ni la atmósfera de isla desierta y virgen que los europeos venden a su público.
En nombre de la pureza de las imágenes del show televisivo, algún fusil ha sido disparado, algunos pescadores han estado a punto de morir ahogados y una larga lista de humillaciones han podrido desde el inicio la relación entre las comunidades locales y los foráneos.
Aquel día el rodaje se detuvo. La producción evacuó de Cayo Palomo a los alegres italianos y reclamó por la interrupción a la Fundación, que les había rentado los cayos sin advertirles de la posibilidad del desembarco súbito de aquel grupo de pescadores negros y pobres.
Los garífunas aprovecharon a tirar sus chinchorros al mar –redes de pesca artesanales– y terminaron la jornada con una comida colectiva de pescado frito. Durante unas horas Cayo Palomo fue enteramente suyo. Recogieron sus tambores y sus redes y volvieron a Nueva Armenia.
Alrededor de dos semanas después, el 10 de marzo de 2019, Eduard, Ana Mabel y otros líderes garífunas fueron convocados para “tratar asuntos de trabajo”. Pero la carta de convocatoria no venía firmada por la producción de Supervivientes, ni por los dueños de los cayos, sino por el Capitán de fragata Henry Geovany Matamoros, comandante del primer batallón de Infantería de Marina de Honduras, quien, luego de saludarles “de la manera más atenta y cordial… deseando que el divino creador del universo derrame ricas y abundantes bendiciones”, les citaba para el día siguiente en la sede de la guarnición militar, en el municipio de Ceiba.
Y ahí la historia deja de ser pintoresca.
2. Cuando “mío” llegó al paraíso
Octubre de 2021.
Mientras flotamos sobre el mar Caribe en este cayuco de madera, Pepito mira hacia la costa unos segundos, verifica la altura del Sol, mira la orilla, mira unos árboles, mete el remo al agua un par de veces más para alinearse con quién sabe qué y ordena a Lala saltar: “Si yo le digo que hay piedra, hay piedra; si le digo que se tire, tiene que tirarse”. Y sin rechistar, Lala se lanza al agua, recoge los ganchos que utiliza para atrapar langostas, se asegura a la espalda un tanque de oxígeno y desaparece en lo profundo.
Pepito es un veterano pescador garífuna, de 56 años, que domina las artes de pescar con cordel y que cuando está sobrio es uno de los mejores “marcadores” de Nueva Armenia y por tanto un compañero muy codiciado en la búsqueda de langostas. Jamás ha buceado, pero heredó de su padre un talento extraordinario: Pepito es una brújula humana, conoce el punto exacto de las piedras submarinas donde se pasean las langostas, piedras que él jamás ha visto, pero que conoce hasta de nombre. “Aquí abajo está Corozo”, me dice, “Es una piedra grande. A veces Corozo es tacaño, pero cuando da, da”.
Donde yo veo agua y más agua, Pepito ve ángulos y alineaciones de cosas que me son enteramente invisibles. Desde el cayuco decreta que estamos navegando sobre El Cañal, La Cubera o Ariola, sin más instrumento que sus ojos y el conocimiento que acumuló su padre y su abuelo y el padre de su abuelo antes que él. Eso y el hambre, que es sin duda un instrumento poderoso, sobre todo cuando, para aplacarla, no queda otra que saber hablar con el mar.
Mientras Lala corretea langostas a unos 15 metros de profundidad, la misión del marcador es seguir las burbujas que el respirador del buzo manda a la superficie, de manera que, cuando el buzo salga, el cayuco esté cerca. Si el rastro de las burbujas se mueve mucho, Pepito dice –se dice a sí mismo en una voz tan baja que podría ser un pensamiento– “está buscando”. Pero cuando las burbujas se detienen en un único punto, él masculla: “está matando, Lala está matando”.
Tira un cordel con anzuelo y mientras espera que algo pique, saca de su bolsillo una botellita de salvaje Tatascán, el guaro más pirata y más cáustico de estas costas, que toma a grandes tragos, aturrando la cara. Mientras besuquea el Tatascán, recuerda sus años de marinero de barco grande, cuando navegó el Atlántico y pisó tierra firme en varias islas del Caribe, comprobando que su lengua materna, el garífuna, se hablaba más allá de Honduras.
“Mire el mar, está clarito, qué calma”, y vuelve a la botella y luego a quejarse de que su suegra habla dormida y que por eso él no consigue pegar ojo por las noches. Hasta que se da cuenta que ha perdido el rastro de las burbujas. No hay señales de Lala. Que un buzo deje de generar burbujas es un signo muy malo. Pepito aguza la vista para intentar encontrar unas burbujas en medio del mar, pero no hay rastro. Mete el remo al agua y vuelve a ubicar la posición desde la que el buzo se sumergió. Nada. No hay burbujas. “No me gusta, no me gusta”, ronronea y mira con desesperación el agua que se mueve como una criatura viva y le da con desesperación al remo. Desde el cayuco, el vaivén del mar hace desaparecer a ratos la línea de costa y Pepito se llena de malos augurios.
A lo lejos, entre espumas, aparece finalmente Lala, que maldijo al salir y no encontrar el cayuco cerca. Pepito rema a todo trapo para acercarse y Lala sube a la embarcación con una única langosta, que será toda la pesca de la jornada. Bien es sabido que, a veces, Corozo es tacaño.
* * *
Lala –36 años, alto, fibroso, el pelo largo liado en rastas– ha pescado desde los 12. Decidió no entrarle al negocio de su padre, que ya murió y que trabajaba en un rubro en el que también hay que salir al mar, pero no para traer pescado sino “otras cosas”, dice, otras cosas que dejan bastante más dinero que las langostas. Intentó entrarle también al fútbol profesional, pero aquello tampoco resultó bien y hoy tiene en mente “jalar para el norte”.
Su negocio es sencillo, o se explica de forma sencilla: Lala no tiene su propio cayuco, sino que utiliza el de su patrón, quien también financia los tanques de oxígeno. A cambio, Lala debe venderle a él –y sólo a él– todas las langostas que pesque, a un precio bastante más bajo del que pagarían otros compradores: unos 11 dólares la libra de carnosa cola de langosta caribeña, que luego el patrón vende a los resorts y restaurantes para turistas.
El cayuco es una estrechísima vaina de madera, labrada de forma artesanal, impulsado por unos artesanales remos de madera y una vela hecha de nylon sujetado a un mástil artesanal.
Así se gana la vida Lala, pero estas aguas son merodeadas por otros predadores. Sentado frente a la tienda de su madre, acompañado de otros dos veteranos pescadores, Lala narra sus encuentros con peces más grandes, mientras los otros dos asienten y agregan detalles a sus historias.
Por ejemplo: en 2019, en pleno rodaje de Supervivientes, Lala buceaba a pulmón cerca de Cayo Bolaño, cuando la lancha de guardacostas lo vio y le dijeron que tenía que entregarles su equipo. “Si me quitás mi equipo es como que me quitaras las manos, ¿cómo le voy a dar de comer a mi familia?”, rogó. Pero los militares se mostraron inconmovibles. Así que antes que entregarles sus instrumentos de trabajo, Lala los destruyó: contra su cayuco partió en dos su careta y con el cuchillo rajó sus aletas. Tampoco quiso entregarles el fruto de su trabajo: así que tiró al mar las diez langostas vivas que había atrapado y las 12 libras de caracol. Esa vez lo dejaron ir, pero regresó a casa, luego de todo un día en el mar, sin nada.
“Me dijeron que ahí era prohibido pescar, pero cuando es el reality y vienen los españoles y los italianos, ellos pueden barrer con lo que se les ponga por delante. Yo los he visto. Incluso se comen los erizos y las culebras”. Aprieta los dientes y su cara se vuelve angulosa. Algo peligroso le ensombrece el rostro mientras recuerda sus encuentros con la patrulla guardacostas, a la que todo mundo se refiere como “la lancha de la Fundación”.
En 2018, cuenta Lala, uno de sus compañeros había comprado un pequeño motor, que le permitiría internarse más profundo en el mar y decidieron probarlo. Esa vez atraparon 16 langostas y cuatro peces chancho. En el camino de regreso a Nueva Armenia, fueron interceptados de nuevo por la lancha de la Fundación. Esta vez les ordenaron subir a la patrulla. Lala hizo una propuesta a uno de los soldados: “¿Por qué no me dejás llegar a la orilla y ahí vemos quién es quién?”, a lo que el soldado replicó “¿No te vas a subir entonces, negro? ¿Así que vos andás murmurando, negro?”, y fue más de lo que Lala pudo soportar: se lanzó al agua y desde ahí repitió la oferta al soldado: “Tirate pues y vemos quién sale del agua”. El militar se quitó las botas, se quitó los calcetines, se desabotonó la camisa… y sabiamente se quedó en la lancha, cavilando, supongo, sobre la pésima idea que es pelear en el agua contra un buzo garífuna como Lala. Entonces lo abandonaron en el mar, aproximadamente a dos kilómetros de la costa y remolcaron el cayuco junto a su compañero y las presas del día. Un pescador lo encontró mientras Lala nadaba hacia tierra. El motor recién comprado fue lanzado al mar por los soldados, el cayuco decomisado jamás fue devuelto. Aquella vez también estaban rodando el reality.
Dos años antes, en 2016, la patrulla los encontró descansando en Cayo Culebra: después de un día de pesca, se habían detenido en el islote para recibir un poco de sombra y prepararse algo de comer. Esa vez los soldados los obligaron a tenderse boca abajo en la arena y los encañonaron con sus fusiles. A los dos compañeros de Lala los atizaron a patadas. A uno le obligaron a quitarse los aretes que llevaba en la oreja y los lanzaron al monte. Lala se salvó de ser apalizado por el respeto que inspiraba su padre, quien entonces vivía y cuya reputación era bien conocida en la zona. Esa vez le robaron sus aletas y su careta. Los otros dos pescadores pasaron semanas con dolor en las costillas.
Unas semanas después, los soldados tiraron al mar 80 langostas que había atrapado junto con otros tres buzos. Los obligaron a ver cómo las lanzaban al agua, una por una, hasta llegar a 80.
Otra vez los atraparon con un saco de langostas y uno de los soldados le dijo que se las entregaría a gente necesitada. “¿Y vos creés que yo andaría buceando si no tuviera necesidad?”, replicó Lala. No importó. Los presentaron ante las autoridades en el municipio de La Ceiba. Por falta de juez disponible tuvieron que dormir en las bartolinas policiales. Al día siguiente los dejaron ir. Cuando fueron a firmar su liberación, vieron el saco en el que llevaban las langostas. Vacío.
* * *
En uno de los rincones de Nueva Armenia, dentro de una diminuta champa de madera y techo de lámina, vive un viejo solitario. Dentro de aquella casucha reina la oscuridad incluso de día: uno de los dos espacios interiores está ocupado por un humilde catre de madera, un revoltijo de ropas y un radio de pilas negro. El otro espacio está coronado por un ataúd, que aquel viejo atesora para sí mismo y que, mientras llega el momento de partir, hace las veces de baúl de los recuerdos: el interior del cofre está lleno de papeles que alguna vez escribió o leyó, todos protegidos por bolsas de plástico. El viejo se llama José.
Fue pescador toda su vida, como su padre y como su abuelo. Y lo fue hasta hace unos cuantos años, cuando la salud lo sacó del mar: José se ha quedado ciego. Una fina membrana blanca cubre sus ojos, convirtiendo el mundo en un lugar habitado por siluetas. Es una afección común entre los pescadores que lidian durante años con la sal y el reflejo del sol en el agua.
Pero José suele volver al mar con el pensamiento, para navegarlo y respirar su fragancia y su luz. En su rostro de anciano sonríe un niño cuando vuelve a su balsa o cuando siente el tirón de un pez en el anzuelo y regresa luego a descansar en las arenas de su cayo, y aquellas estrellas vienen a poblar para él el cielo nocturno. Entonces, unos vientos arrastran el tiempo hacia atrás:
“El año 1952… iba a pescar a los cayos con unos viejitos que se llamaban Isabel Ávila y Elías Martínez y un indio, que se llamaba Trino Tejedo… Salíamos a pescar mar adentro, a pura vela. Si soplaba viento bajo, nos dirigíamos a cualquiera de los cayitos y ahí nos quedábamos hasta que pasara el mal tiempo. Siempre andábamos en las embarcaciones”.
Los Cayos Cochinos eran refugio y descanso para los pescadores, tenían una belleza virgen y eran de todos. Estaban deshabitados la mayor parte del tiempo, salvo tres meses al año, cuando los garífunas construían refugios estacionales para la temporada de mayor demanda de pescado: la Cuaresma. Los primeros asentamientos garífunas alrededor de los Cayos Cochinos comenzaron a echar raíces desde 1797 y desde entonces aquellas tierras y aquel mar corren por la sangre de esa gente.
Para José y para sus vecinos de Nueva Armenia, hay un cayo en particular que está atado a la historia de la comunidad y a sus ancestros fundadores. Desde el fondo de sus 83 años, José recuerda el día en que lo vio por primera vez, siendo apenas un adolescente, y una risa se le escapa: lo vio desde el cayuco, rodeado de unas aguas tan transparentes y puras que pensó que el fondo marino estaba a un palmo de profundidad, así que en un arrebato saltó al agua y se hundió completamente hasta tocar con los pies la arena suave del fondo. Emergió en la playa y ante él se revelaba, blanca y desnuda, la belleza del cayo Chachahuate.
“Si usted hubiera conocido los cayos en ese tiempo creo que también hubiera quedado encantado. Los cayos para mí han sido el paraíso que Dios le dejó al hombre. Eso creo que lo voy a llevar hasta mi tumba. Si tuviera la vista, no me estuviera haciendo la entrevista aquí, me la estuviera haciendo en los Cayos Cochinos. Los extraño bastante, bastante. Si el Padre me escucha, mi mayor deseo es que me restaure la vista para volver”, suplica. Pero quizá es el destino de los paraísos vírgenes vivir sólo en el recuerdo de los viejos que ya no pueden verlos más.
Un día apareció alguien que llamó a aquellas islas “mías”. En la historia oral, que los garífunas se cuentan de generación en generación, Tiburcio Carías Andino –el cruel dictador que gobernó Honduras durante 17 años, entre 1932 y 1949– entregó los Cayos Cochinos a un leal sirviente llamado David Griffith, que los pasó en herencia a su hijo Jano Griffith: “Hombre que no habrá otro igual a él de bondadoso y muy servicial”, asegura José.
Pero Jano montaba en cólera por el insoportable robo de “sus” cocos. Y les impuso a los garífunas dos normas: la primera es que no le “molestaran” sus cocoteros, que no robaran ni sus frutos ni sus hojas. La segunda norma fue que, si bien les autorizaba a construir chozas temporales durante la mejor temporada de pesca, éstas debían ser destruidas pasada la Semana Santa. Así pasaron tres años, al final de la década de los 60, construyendo y destruyendo sus propias champas. Hasta que se cansaron de esa faena y un buen día dejaron de destruirlas. Entonces Jano se las mandó quemar.
Quizá don Jano no había calado bien a aquellas gentes y no tenía claridad de con quién se estaba metiendo: desde sus orígenes, el pueblo garífuna no ha dejado de romper grilletes y la historia enseña que no es una nación muy dada a doblar la rodilla. José y otros pescadores hicieron algo que, por obvio, fue sorpresivo, al menos para Jano, que no habrá visto lío en darle fuego a las chozas de aquellos indígenas negros: ellos acudieron a un juez. Y el juez les dio la razón: envió una nota a Jano, haciéndole ver que no estaba bien eso de quemarles las chozas a los pescadores. Así que Jano reculó, y de sus dos exigencias originales, sólo mantuvo la de los cocos.
Entre 1967 y 1969 el Cayo Chachahuate –una medialuna delgada y larga, con algunas decenas de palmeras, que se recorre de punta a punta en 5 minutos– se comenzó a poblar de chozas y algunos pescadores, como José, se instalaron ahí de forma permanente. José se convirtió en el coordinador de la cooperativa de pescadores, cuando la libra de pescado se vendía a 15 centavos de lempira “De toda aquella gente, sólo yo quedo”, dice José, descalzo, sin camisa, flaco como un remo, con un pantalón que parece tan viejo como él, sentado una tarde frente a su champa de Nueva Armenia.
Chachahuate y Nueva Armenia son, desde entonces, una sola comunidad dividida por 19 kilómetros de mar. Cuando a alguien se le pregunta en tierra firme por las familias que viven en el cayo, suelen zanjar la pregunta con un breve: “Somos los mismos”.
Los garífunas solían partir su tiempo entre la pesca y la agricultura, sembrando las tierras aledañas a la comunidad, nutridas por el delgado río Papaloteca: “Sólo lo que no se sembraba en ella no daba fruto”, dice José. Pero en 1953, el Estado hondureño entregó las tierras ancestrales de los garífunas a la Standard Fruit Company, una multinacional gringa que llenó aquella zona de banano y dejó a la comunidad sin tierra para la agricultura, lo que los empujó a una mayor dependencia del mar. La compañía frutera explotó esas parcelas, y cuando se retiró las devolvió al Estado, que jamás las reintegró a la comunidad garífuna. Al día de hoy esos territorios están sembrados del nuevo banano, el oro tropical del momento: la palma africana.
En fin: Jano comenzó a concesionar “sus” cayos, normalmente a extranjeros que podían permitirse el lujo de comprar o arrendar una isla caribeña para ellos solos. Así, aquellos puntitos blancos sobre el Caribe comenzaron a tener el tufo de la propiedad privada.
“El concepto que yo tengo es que los cayos son de los hondureños, de los negros, de los pescadores. Yo nunca les ocupé un muelle a ellos si no me daban autorización, porque yo les decía a ellos que era lo único que yo les respetaba: sus muelles. Una vez me tocó ir a sacar una madera, unas yaguas para poder embarrar mi casa en Nueva Armenia y me salió un gringo que de ahí no podía sacarla, ‘¿y por qué?’, le pregunté. Y me dice: ‘¡porque esto es mío!’ Y yo le respondí: ‘¿Desde cuándo tenés derecho más que yo, si yo aquí nací?’”. En ese diálogo final, sin saberlo, José resumió los conflictos y las acechanzas que estaban por venir.
3. La Fundación
En 1993, tres embarcaciones llegaron por sorpresa al Cayo Chachahuate. De una de ellas –seguido por un séquito de funcionarios y empresarios– bajó el mismísimo presidente de Honduras: don Rafael Leonardo Callejas (1990-1994), que recorrió asombrado aquella islita y departió con sus habitantes, más asombrados aún, por haber recibido la gracia de semejante presencia.
“Le ofrecimos la hospitalidad que estuvo a nuestro alcance”, recuerda José, y durante una hora los pescadores garífunas atendieron al mandatario, quien, generoso, les prometió regalarles unas mochilas para los niños. Al irse, recuerda José, se despidió diciendo: “compatriotas, yo los envidio por tener un cayo tan bello”. Y se fue.
Nunca más el presidente Callejas visitaría los Cayos Cochinos. Moriría 23 años después en Estados Unidos, donde fue juzgado y condenado por fraude electrónico y conspiración.
Las mochilas no llegaron, pero en mayo de 1994, en los estertores de la presidencia del señor Callejas, lo que sí llegó fue un intento de desalojo. Al parecer la permanencia de los pescadores garífunas interfería con algún plan y el Estado hondureño se propuso echar a esa gente del archipiélago de Cayos Cochinos. Entonces comenzaron los problemas en serio.
Una de las primeras disposiciones fue que –en nombre de la conservación de la flora y fauna– se prohibía la pesca con anzuelo y luego se prohibiría la pesca con chinchorro, que dicho en cristiano equivalía a prohibirles a los garífunas pescar. También se les prohibió recoger madera de los dos cayos más grandes, dificultándoles la construcción de sus chozas y también recoger leña, o capturar los cangrejos con los que se habían alimentado durante generaciones.
Ana Mabel, la joven líder garífuna del comité de defensa de la tierra, resume el sentimiento entre los suyos: “Cuando has estado por más de 200 años conservando tu casa, ¿creés que es justo que yo te diga que tu casa podría estar mejor si yo la cuido? Hemos pescado por más de 200 años y ahora nos dicen que eso que hacemos es malo”.
Lejos del Caribe, en la ciudad industrial de San Pedro Sula, un grupo de grandes empresarios hondureños inscribió justo ese mismo año, el 4 de marzo de 1994, una nueva empresa: Sociedad de Inversiones Ecológicas S.A. (SIEC), cuyo giro comercial aparece descrito así en el registro mercantil hondureño: “La finalidad principal de la sociedad será la adquisición, manejo, utilización, conservación y protección de zonas de valor ecológico; promoción de giras turísticas, eventos, conferencias, seminarios, servicios de guías, prestación de servicios de alimentación, hospedaje, facilidades logísticas, arrendamiento de equipos de buceo y submarino, servicios de transporte acuático, terrestre y aéreo; todo tipo de actividad derivada de operaciones ecoturísticas; realización de planes de manejo de zonas naturales protegidas…”.
Mediante un acuerdo entre SIEC y el Estado hondureño se decidió que el archipiélago de los Cayos Cochinos debía declararse área natural protegida.
O sea, a la vez que el Gobierno hondureño declaró los Cayos Cochinos como área natural protegida, apareció, con un gran sentido de la oportunidad, una empresa que se dedicaría a administrar y explotar, precisamente, áreas naturales protegidas.
SIEC compró cuatro cayos –incluyendo el segundo más grande– y una hectárea del más grande de todos, que no por gusto lleva por nombre Cayo Mayor. Y ese mismo año se crea la Fundación, cuyo nombre legal es HCRF, o sea la Fundación Hondureña para los Arrecifes Coralinos, por sus siglas en inglés –tiene siglas en inglés–, cuya función sería establecer los lineamientos con los que se decidiría cómo usar y cómo cuidar los 15 cayos que forman el archipiélago, incluyendo Chachahuate. Se estableció además que el presidente de SIEC sería el presidente de la Fundación.
Siempre en 1994, el Estado hondureño y la Fundación firmaron un acuerdo con el Instituto Smithsoniano de Investigaciones Tropicales para instalar una “estación científica” en uno de los cayos de SIEC. Una de las primeras recomendaciones del instituto fue la “relocalización” de los habitantes garífunas de los cayos.
Un año después, en 1995, se inauguró la estación científica y a la vez se inauguró la base de los guardarecursos y los soldados de la Fuerza Naval en otra de las propiedades de SIEC. Esos guardarecursos y esos soldados son los que patrullan, desde entonces, aquellas aguas a bordo de “la lancha de la Fundación”, impidiendo que los garífunas pesquen donde la Fundación ha establecido que es prohibido y correteando sus canoas y sus lanchas cuando se acercan a los cayos de SIEC, sobre todo cuando están alquilados para el rodaje de los realitys de los españoles y los italianos.
4. Hombres tragados por el mar
El 15 de enero de 1995, un hombre desapareció. Domitilio Calix Arzú salió en su canoa a pescar cerca de los cayos y no volvió más. Unos militares reportaron haber encontrado su cayuco a la deriva, pero a sus familiares les pareció raro que la balsa estuviera seca, con todos los instrumentos de pesca a bordo y un anzuelo con una carnada que todavía estaba viva. Apenas un mes después, los soldados de la Fuerza Naval detuvieron a Silvino Córdova y a Mariano Lino, dos pescadores garífunas de Nueva Armenia, y remolcaron su cayuco, dejándolos varados en el mar a unos 9 kilómetros de tierra firme.
Silvinio hoy tiene 60 años y sigue yendo al mar a buscarse la vida. Sentado junto a otros tres veteranos pescadores garífunas, va pronunciando a cucharadas lo que le ocurrió:
“Ese día salí con mis compañeros en Nueva Armenia hacia los Cayos Cochinos. Cuando la justicia llegó yo estaba buceando sin tanque y se acercaron a mi cayuquero. Cuando salgo del agua, los soldados quieren que me monte a su embarcación. Yo no me podía montar, porque yo ando buscando comida para mis hijos, langostas o caracoles, cualquier cosa. No les había hecho ningún daño a ellos. Como me opuse a montarme, vinieron, amarraron mi cayuco y lo arrastraron y se lo llevaron. Cuando mi compañero vio que yo estaba nadando se tiró y quedamos abandonados en altamar. No sé por qué me hicieron eso”.
Otros pecadores los rescataron y los llevaron hasta Chachahuate. De no haber sido rescatados, es posible que Silvinio y Mariano hubieran desaparecido en el mar, como desapareció Domitilio Caliz Arzú. Silvino jamás recuperó su cayuco, y ese es un golpe fatal para un pescador que vive de la pesca diaria: un cayuco cuesta unos enormes y lejanos 800 dólares.
Desde entonces, han desaparecido en el mar, sin dejar ningún rastro, “Changai” Gutiérrez, Jacinto García, Alejandro Arzú, Julio “Apiacocos” Flores, Malaquía Zúñiga, “Tututú” y Julio “Boa” Arzú, sin que sus restos hayan sido encontrados jamás.
El más joven de los cuatro pescadores que relata sus andanzas en el mar es Javier Marín, de 55 años. Como a otros pescadores, los soldados le decomisaron sus instrumentos de pesca y se los quemaron. Sin que mediara la orden de un juez, ni acta de decomiso alguno y, desde luego, sin que ningún procedimiento ampare legalmente quemarle sus herramientas de trabajo a nadie.
A Jesús Flores –ahora de 63 años– en 2001, le inutilizaron una mano de un balazo de fusil: “Llegaron los soldados donde nosotros y nos agarran dos tanques y preguntamos: ‘pero hay otros buceadores que no les has dicho nada”. Entonces sonaron dos balazos. “Vino el sangrerío, la canoa se llenó de sangre. Como era alta y gruesa, la canoa desvió el balazo y me pegó en el brazo. Mi brazo botaba sangre que daba gusto. No sabía yo que el cuerpo humano tenía tanta sangre. Hasta la vez me quedó así y cuando hace frío ¡ja! Quisiera cortármelo”. Muestra su brazo, todavía con metralla dentro, paralizado como una garra. Hoy, Jesús ya no pesca más. Para ganarse la vida talla gruesos troncos de madera para convertirlos en unos morteros gigantes, donde los garífunas aplastan el plátano macho para crear unas sabrosas bolas amarillas a las que llaman machuca.
Unos días después de haber sido herido de bala, Jesús Flores presentó una denuncia ante la sede fiscal de Ceiba, con la ayuda de una institución que representa los intereses de la comunidad garífuna: la Organización Fraternal Negra Hondureña (OFRANEH). Un mes después volvieron para darle seguimiento a la denuncia, pero se les informó que el expediente se había “extraviado”. Insistieron un año más y luego otro con los mismos resultados, o sea, ninguno. Entonces, en 2003, OFRANEH recurrió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, denunciando no solo la agresión contra Jesús Flores, sino también el abandono en alta mar de Silvinio y Mariano, la desaparición de Domitilio, el acoso a los pescadores de parte de la Fundación con el respaldo de militares y las restricciones de pesca, alegando que estas ahogaban las posibilidades de supervivencia de los garífunas.
Al respecto, el Estado de Honduras, respondió que efectivamente los soldados Julio Chavez, Henry Aarhus y Samuel Mejía habían disparado contra Jesús Flores, pero le pedía a la Comisión Interamericana que no aceptara el caso, puesto que no se habían agotado las instancias locales. En 2003 la fiscalía giró orden de captura contra los tres soldados y solicitó al comandante de la guarnición militar de Ceiba que entregara las armas que portaban el día que le dispararon a Jesús. Cuatro años después, en 2007, la Comisión Interamericana preguntó al Estado Hondureño por los avances del caso. No había. Ninguno de los soldados había sido capturado. Ninguna de las armas había sido entregada.
Sobre las otras denuncias, dice la Comisión en su informe, Honduras simplemente no dijo nada.
Siempre en 2007, SIEC comenzó a alquilar sus cayos para la realización del reality show “Supervivientes” –Su-per-vi-vien-tes– y desde ese momento, la patrulla marina cuida la limpieza de los planos del show, correteando las molestas barquitas garífunas.
Los habitantes de las aldeas costeras Nueva Armenia, Sambo Creek y Río Esteban enviaron una carta a la Fundación, pidiendo dos cosas: ser informados del acuerdo económico que el alquiler de los cayos reporta y ser tomados en cuenta a la hora de decidir cómo van a funcionar estas cosas. El representante de la Fundación en la reunión, el señor Adrián Oviedo, respondió –palabras más, palabras menos– que no a ambas peticiones.
En 2013, la Comisión Interamericana, volvió a elaborar otro informe de seguimiento, en el que notificaba que en el caso de Jesús Flores no había ocurrido nada: Honduras seguía pidiendo que no se admitiera la denuncia porque aún seguía investigando el caso, pero los militares seguían sin ser capturados y las armas sin ser entregadas. Ni una palabra tampoco sobre la desaparición de Domitilio ni sobre el abandono de Silvino y Mariano. Pero OFRANEH incluyó más casos en su denuncia: el de un pescador que fue aporreado a patadas por soldados; el de otro al que hirieron de bala en un pie después que un soldado le metiera dos tiros al motor de su lancha; los decomisos ilegales de cayucos e instrumentos de pesca, entre otras. Todos estos abusos fueron denunciados ante las autoridades hondureñas, que hicieron lo mismo que en el caso de Jesús Flores. Por cierto, entre las nuevas denuncias ante la Comisión Interamericana, destaca una amenaza de muerte de otros soldados contra… Jesús Flores.
A José, el viejo pescador, no le entra en la cabeza el asunto de Supervivientes: “Los realities supuestamente es un grupo de artistas, diría yo, no sé cómo puedo decirlo, que se aventuran a vivir a su propio esfuerzo. Es como un concurso, pero es un negocio, porque terminaron alquilando los cayos. Incluso ya nos prohibieron a nosotros agarrar fray (pequeños pescaditos que sirven como carnada) porque dicen que están fotografiando ahí”.
Y por lo visto, José ha ensayado en su cabeza la única respuesta que se le antoja correcta en estos casos: “Les digo yo, díganle al director de los realities que, si no quiere ver monos pescando en los cayos, que ponga la cámara para otro lado, porque estoy consiguiendo mis pescaditos ahorita”. Y se le queda la cara con una sonrisa justiciera.
* * *
Los cayos que viven en la memoria de José no existen más. Las islitas blancas con sus palmeras y el color turquesa del agua siguen ahí. Y bajo el agua, las langostas siguen merodeando las grandes rocas submarinas, como Corozo. Las noches son profundas y en su cielo aparece el mismo mapa de estrellas que el viejo pescador admiraba en su juventud. Pero a la vez, algo distinto cubre todas las cosas.
Son las 9 de la mañana de un día de octubre de 2021. Hay unos 90 turistas en Cayo Bolaño, que han llegado aquí en diez lanchas de motor. Algunos de los visitantes han conseguido emborracharse ya y otros están en ello. Van con hieleras atiborradas de cerveza y unos llevan un parlante de medio metro de altura, que emite luces cuando suena su música electrónica. Todos buscan un rincón donde fotografiarse lejos de la basura.
En la arena de Bolaño, junto a unos enormes caracoles rosados y los restos de coral, se junta una flora peligrosa: botellas de agua, de alcohol, kétchup, chile, Gatorade, jugo, gotas para los ojos, champú y aceite; latas de cerveza, mascarillas, vasos desechables, bolsas ziploc, un zapato de niño… y los turistas que sacan la lengua para la foto y hacen sonar en el parlante, a todo lo que da, “Mamita rica y apretadita”.
Cada lancha de turistas está obligada a pasar por las oficinas de la Fundación, en Cayo Menor, desembarcar a sus clientes para que paguen el canon que les da derecho a seguir con el tour, que es de 13 dólares para extranjeros y de seis para los hondureños. El monto recaudado anualmente es un secreto, o al menos lo es para los habitantes de las aldeas garífunas.
Algunos de esos turistas irán a almorzar a Chachahuate y ahí comerán pescado frito o sopa, preparados por las mujeres de la isla. De hecho, en su página web, la Fundación ofrece, entre otros entretenimientos: “Como actividad alternativa y con un costo adicional se podrá organizar una visita a la comunidad de Chachahuate para conocer la cultura garífuna”.
Chachahuate vive sumida en un letargo, una especie de semisueño permanente: todo es lento –quizá porque no hay mucho sitio a dónde ir con prisa–, mientras no están pescando, los hombres se sientan o se hamacan frente a sus chozas, o se entregan al Tatascán desde temprano; las mujeres rallan cocos para hacer pan o dulces, o fríen algo en las cocinas de leña; los niños recorren la isla en pequeñas turbas, entran y salen del mar hasta que sus madres los llaman o los amenazan siempre a gritos y todos lidian con la presencia permanente e inevitable de las moscas, nubes de moscas a las que nadie presta mucha atención.
El ritmo sólo se altera cuando se avizora una lancha de turistas acercándose al cayo. Todo se activa en un parpadear: por la playa corretean hombres y mujeres arreglando mesas, lavando platos, prendiendo fuegos, colocando velitas para espantar las moscas, y los turistas bajarán de las lanchas y se sentarán en las mesas frente al mar para comer y tomar cervezas. Los niños locales orbitarán a los visitantes esperando que les compren golosinas o que les regalen alguna moneda y finalmente las lanchas se irán por donde vinieron y entonces todo volverá a apagarse, a funcionar bajo un ritmo vaporoso.
Los turistas no notarán que en realidad han estado en una favela: donde no hay agua potable, ni tampoco un servicio de aguas residuales, ni electricidad, ni unidad de salud, ni una escuela. Todos los pisos de todas las casas son de arena, salvo el de la iglesia evangélica, que se usa poco porque tampoco hay un pastor que oficie cultos. Casi toda la comunidad usa dos letrinas deplorables rodeadas de basura, donde se apilan montones y montones de papeles usados: el reino absoluto de las moscas. Solía haber un kínder, pero ahora es un lugar desolado en el que parece haber ocurrido una pelea campal contra un huracán: pupitres esqueléticos, sin silla y sin mesa; libros infantiles regados por los rincones, descuadernados, arrugados, rotos. Ya no hay quien de clases ahí y el salón permanece cerrado con candado. Solía haber una lancha que recogía a los niños mayores para llevarlos a la escuela que está en Cayo Mayor: los recogía muy temprano por la mañana y los devolvía al mediodía. Durante la pandemia, la escuela cerró y la lancha dejó de llegar. Dos años después el kínder sigue sin funcionar y la lancha escolar sin llegar. Pero además Chachahuate está siendo devorado por el mar: cada año la islita pierde tamaño y el agua le arrebata un pedazo a alguna casa. De la derrama económica que deja el turismo o los realities aquí se sabe poco, o nada. Hay quien asegura que alguna vez han regalado algún techo o unos barriles para recoger el agua lluvia.
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El 11 de marzo de 2019, los líderes garífunas que abanderaron el boicot a la filmación del reality de italianos en Cayo Palomo, asistieron a la amabilísima invitación que les hizo el comandante del Primer Batallón de Infantería Marina para discutir el asunto. Desde luego, la invitación tuvo lugar en la guarnición militar de Ceiba.
Al evento asistió Dina, presidenta del patronato de Nueva Armenia; Ana Mabel, presidenta del comité de protección de la tierra y Eduard, líder de la asociación de pescadores. Y en el cuartel los esperaba el capitán de fragata, Henry Geovanny Matamoros, que hacía las veces de anfitrión y dos señores que asistieron en representación de la Fundación.
Uno de esos señores es Enrique Morales Alegría, miembro de la elite económica hondureña, con inversiones en el sector energético, hotelero y de construcción. Es inversionista en dos empresas generadoras de electricidad: Compañía Hidroeléctrica Cuyamel y Energía y Vapor. Está relacionado con otras empresas inmobiliarias y hoteleras como Desarrollos Cholomeños, Inmobiliaria Novoa, Nueva Sociedad Hotelera e Inversiones Paraíso.
El otro señor es Vicente de Jesús Carrión Amaya, quien es el representante legal de la sociedad mercantil Tiendas Carrión. La empresa está catalogada por la Administración de Renta de Honduras como una de las grandes contribuyentes de San Pedro Sula. Es también inversionista en el negocio de bienes raíces con la Inmobiliaria Francis.
Según el registro de comercio, ambos son directivos de SIEC: Morales Alegría es el presidente de la empresa –y por tanto presidente de la Fundación– y Carrión Amaya, el cuarto vocal. Sin embargo, ambos están lejos de ser los principales accionistas de SIEC, cuyo valor es de 90 millones de lempiras (3.7 millones de dólares). Ambos tienen acciones por valor de 700,000 lempiras cada uno (unos 28,500 dólares). Pero en SIEC también participan otras corporaciones, como el Banco Davivienda, la Compañía Azucarera Hondureña, pero sobre todo, Fundación Azteca, la entidad benéfica creada con el capital de Grupo Salinas, propiedad del magnate mexicano Ricardo Salinas Pliego, que en Honduras posee Banco Azteca, las tiendas Elektra; la marca de motocicletas Itálika y TV Azteca. El consorcio de origen mexicano es el dueño del 85.7% de las acciones de SIEC, que representan los más de 77 millones de lempiras invertidos (3.1 millones de dólares).
Frente a ellos, Dina, que vende pescado y cultiva la tierra; Ana Mabel, una ex inspectora de la Policía hondureña, que renunció a la corporación cuando sospechó que sus jefes tenían acuerdos mafiosos con la Mara Salvatrucha-13 y que ahora sobrevive gracias a una pequeña tienda de inciensos, esencias aromáticas y polvos mágicos. Y Eduard, un pescador que regresó a Honduras en 2018, luego de intentar migrar hacia los Estados Unidos sin papeles.
Una de las exigencias de Eduard, como líder de pescadores, era que si al filmar los realities se impedía pescar, que se indemnizara a los pescadores con 300 lempiras diarios (12 dólares) mientras durara el rodaje. “En la reunión me dijeron que lo que estaba cometiendo yo era un delito de extorsión y que podía ir preso por eso”, recuerda Eduard.
De entrada, a la comisión garífuna le quedó claro que aquella no era una reunión para negociar nada: “Don Enrique dijo que éramos unos niños tontos y malcriados. Él nos dijo que él desde joven está dispuesto a romper las rocas que se le pongan delante, que si a él una roca le obstaculiza el camino, él la dinamita. Luego se puso a hablar del secuestro de un familiar y que él mató a los secuestradores y a la familia de los secuestradores. Enfrente de los militares lo dijo, enfrente de todos. Luego Vicente Carrión empezó a hablar de cómo fue que se empezaron a hacer dueños de las islas. Dijo que eran de don Roberto Griffith y que empezaron a ser amigos y que él le llevaba botellas de vino, de ron y de tequila caros y que así, por la amistad, se las iba vendiendo a precio de gallo muerto. Fue bien feo. Los militares estaban ahí a la par de la Fundación”, recuerda Eduard.
Al salir de la reunión, Ana Mabel y él, los dos más jóvenes de la delegación, hicieron análisis de lo ocurrido: “Le dije a Mabel: si nos echamos para atrás van a saber que tenemos miedo y que el juego de intimidación les está resultando”, recuerda Eduard y cerró con una frase que Mabel y él repiten como un mantra: “Para morir nacemos”. Al día siguiente encabezaron otra protesta pública contra la Fundación.
Eduard solía vivir en Nueva Armenia al lado de uno de los brazos del río Papaloteca, cuya corriente aprovechan los pescadores garífunas para llegar al mar. Cerca de cuatro meses después de la reunión en la guarnición militar de Ceiba, una lancha entró a Nueva Armenia de noche, río arriba, y de ella bajaron tres hombres vestidos de negro. Para aquel pueblo de pescadores, las 10:30 de la noche es ya noche cerrada: “Cuando miro que se bajan tres personas yo me agacho y salgo de la casa, no esperé a que preguntaran por mí. Pude ver que andaban de negro y andaban algo en las manos, como fusiles”.
Cuando Eduard regresó a su casa en la mañana, la puerta había sido forzada.
Decidió no hacer escándalo para no espantar a su madre, que vivía con padecimientos del corazón y rogando a su hijo que abandonara la lucha, pues ella entendía cómo funciona el mundo y qué es lo que suele pasar a los muchachos pobres, indígenas y negros, cuando miran a los ojos a poderes que exceden su tamaño. Pero Eduard era joven e inamovible.
Tiempo después, Ana Mabel y él observaron que desde el Cayo Menor –sede de la Fundación– se elevaba una columna de humo. Las mismas normas impuestas por la Fundación para la conservación del archipiélago prohíben cualquier quema de árboles o maleza. Así que se embarcaron y se dirigieron al cayo, para descubrir que se le había prendido fuego a una parcela, incumpliendo las mismas normas por las que los nativos son sancionados. Filmaron videos y los subieron a internet. Desde luego, se presentaron los militares, blandiendo sus uniformes y acusándolos de estar invadiendo propiedad privada.
Y Eduard siguió haciendo preguntas incómodas: “Yo pregunté ¿por qué tienen a los militares cuidando un área privada? Si es privada deberían tener sus propios guardias privados”.
Ana Mabel y él interpusieron una demanda contra la Fundación ante la Fiscalía y se pasearon por las televisoras locales denunciando la destrucción del medio ambiente y exponiendo al público los videos grabados.
Entonces volvieron los hombres de negro a visitar su casa. Pero para entonces algo había cambiado: la pareja de Eduard estaba en avanzado estado de embarazo.
“Esta vez eran ya cinco hombres. Se había ido la luz en la comunidad y cuando eso pasa se pierde la señal de teléfono. Teníamos mucha calor y cuando abro la puerta veo la sombra de la lancha y regreso y le digo a mi mujer, ‘no hagás ruidos, hay una lancha con personas y esta gente viene por mí’. Salimos agachados, fuimos donde un amigo que nos brindó ayuda. Llamé a Mabel. Cuando llegamos, mi casa estaba abierta, la habían roto de nuevo”.
El 8 de septiembre de 2021, Eduard Onasis García Arzú, a sus 29 años, y su compañera embarazada dejaron su aldea en el Caribe hondureño, dejaron su casa y su laguna, su mar y sus cayos blancos. Su país. Y huyeron hacia el norte.
Intenté contactar al presidente de la Fundación, don Enrique Morales Alegría, hasta que finalmente di con una amable secretaria, en las oficinas de Inversiones Paraíso, que me aseguró que había dejado una nota en el escritorio del empresario y que seguramente él me contactaría. No ocurrió. Lo mismo pasó con Fundación Azteca Honduras y Fundación Azteca México, a quienes se escribieron correos comentando la situación. También me puse en contacto con el teniente José Coello, vocero del ejército hondureño, quien respondió que “con mucho gusto”, concedería una entrevista. Esa fue la última vez que respondió un mensaje o una llamada.
A finales de octubre de 2021, Eduard, el líder guerrero de los pescadores de Nueva Armenia, mendigaba en el parque central de una ciudad mexicana –cuyo nombre no será escrito en esta historia– para juntar los pesos necesarios y pagar una habitación en una cuartería. Su mujer pasaba ya los ocho meses de embarazo. Cuando conseguían el dinero necesario, dormían en una cama y lavaban su ropa en un baño. Cuando no, dormían en las gradas del parque, alertas, espantando el frío, pensando en una remota aldea de pescadores frente al mar Caribe.
Su hijo nació un mes después.
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