Al borde del colapso total en abastecimiento y servicios, frente a una inflación que en un año superará el 10.000% (diez mil por ciento), crece la indignación pública por el respaldo que, más allá de lo institucional, una docena de generales asustados presta a un régimen incapaz de detener el desastre.
No incurro en infidencia ni indiscreción si relato, porque viene al caso, lo hablado en un almuerzo con los generales Lucas Rincón y Belisario Landis unas tres semanas antes del 11 de abril de 2002. De tan inelegante transgresión me protege la circunstancia de que Rincón lo ha dicho en varios medios de comunicación, no de los más leídos o visitados, pero suficientes para picar adelante con su versión de lo que hablamos. Por cierto, pura preocupación de venezolanos responsables ante la crisis que entonces se nos venía encima, mucho menos temible de la que ahora se plantea, que según reconocidas instituciones y expertos es simplemente catastrófica.
Dos meses antes de aquel almuerzo, el 17 de diciembre de 2001, se me había convocado a la Conferencia Episcopal para la clásica pregunta de cómo veía la cosa. Resultó ser una conversación muy seria sobre la situación del país. Dije que veía al régimen en crisis dentro de unos tres meses, fecha para la cual le sería difícil sostenerse. Posiblemente Rincón, que de comunista nada tiene porque es católico prácticamente -como el papá de Chávez, para dar una idea-, se enteró por vía eclesiástica de lo que yo pensaba, y quiso ir a la fuente. Estaba cerca el plazo de tres meses de que hablé ante los obispos. Repetí a los dos generales que el colapso me parecía inevitable, y que particularmente me preocupaba que al estamento militar, al cual consideraba y sigo considerando útil y necesario para el funcionamiento normal de la república, se le culparía por el desastre.
A Belisario, comandante general de la Guardia Nacional, le dije que si ese cuerpo mataba venezolanos daría el gusto a quienes siempre han querido eliminarlo. Lucas me preguntó qué se podría hacer. Le dije que cambiar el rumbo y convocar al país nacional para entre todos evitar el desastre. Belisario y él estuvieron de acuerdo.
“¿Por qué no se lo dices a Hugo?”.
Contesté que me parecía impráctico. Hugo había pasado el punto de no regreso. En todo caso, que se lo dijera Lucas, que tenía escopetas. Belisario coincidió en que Lucas debía hablar con Hugo. Agregué que Lucas debía hacerlo con firmeza y lealtad de amigo y compañero de armas, insistiendo en el daño que se estaba haciendo a la Fuerza Armada al antagonizarla con la mayoría de sus compatriotas.
A los postres llamé a José Vicente Rangel, quien a cada rato me decía que Hugo quería hablar conmigo. En su celular le dejé el mensaje de que estaba con Lucas y Belisario y ellos me habían pedido que hiciera esa gestión.
José Vicente nunca respondió y yo no insistí. Quizás debí hacerlo, sobre todo cuando, después del 11 de abril, Hugo me llamó a Madrid. Estaba yo con amigos venezolanos en un restaurante. La llamada entró por el teléfono de Enrique Alvarado. Todos oyeron el diálogo. Hugo se mostró amable y cariñoso como en los viejos tiempos, cuando usaba liqui-liqui gris que para salir de la cárcel tranzó en vez de uniforme militar. Me dijo que la regresar lo llamara para reunirnos a hablar largo. Me dio un número de teléfono que jamás marqué.
El episodio regresa a mi conciencia tras leer artículos de Henry Ramos Allup e Ibsen Martínez, separados apenas por tres días. Los dos reprochan, cada uno en su estilo pero los dos con implacable severidad, la conducta del estamento militar en la actual circunstancia. Es muy importante que la opinión coincidente sea de estos dos compatriotas -otros, como Escarri, se han sumado- que hasta ahora siempre habían diferido. Henry es consciente de la necesidad de reconciliar a los venezolanos para emprender la reconstrucción de un país para todos. Ibsen conserva la sensibilidad del escritor que, cuando todavía podía hacerse algo, tuvo la valentía de desafiar al adocenado liderazgo democrático describiendo el país real en la serie “Por estas calles”. Cuando estos dos hombres tan distintos pero tan representativos, a quienes conozco bien como personas, reaccionan de ese modo ante las padrinadas, es que algo serio está pasando en la sociedad venezolana. Hoy más que antes del 11 de Abril angustia el peligroso antagonismo entre los venezolanos de civil y los venezolanos de uniforme, en el cual estos últimos llevan, a mediano plazo, no sólo las de perder, sino de perderlo todo.
No son para verlas a la ligera eso que llamo las padrinadas. Menos con prejuicios o maniqueísmos. Veamos que el ministro general Padrino no está en un lecho de rosas. Dice disparates tan gordos que sólo pueden ser considerados como disparos tácticos. Sus fascistoides cursos cívicos-militares obedecen a la necesidad de mover la hojarasca mientras se piensa qué se hace. Pero hechos, lo que se llama hechos, a Padrino sólo se le conoce uno: la negativa a desconocer el resultado de las elecciones parlamentarias. Siendo tiempo de locos -entendiendo por tales a quienes, como el señor Maduro y los extremistas anónimos de la oposición, no saben dónde están parados, es normal que quien quiera sobrevivir trate de pasar por loco portándose como tal.
La situación militar se complicó al extremo desde que Estados Unidos publicó una lista de generales venezolanos con mando de tropa que estarían metidos en el narcotráfico. Sin discutir la calidad de la acusación, su efecto político ha sido el de unir el destino de los imputados con el del presidente Maduro, a quien, como para que no pueda negar la identificación, le han encarcelado a unos sobrinos que son la niñas de los ojos de su mujer, que es quien manda en la pareja.
Esta semana, la gerontocracia blanca que maneja a Cuba rechazó el proyecto de acuerdo con Occidente adelantado por Raúl Castro, en el cual esperaban homologarse y cobijarse los jerarcas chavistas, quienes ahora no saben qué hacer para salvar sus pescuezos de la planificada degollina mundial desatada contra los gobernantes que no saben esconder lo robado.
Maduro no tiene en los cuarteles más que la precaria lealtad táctica del general Padrino, forzada por la identificación de intereses entre los presuntos narco-generales y el Presidente de la República. Quizás no se ha pensado que si Padrino se borra el ministerio, ha quedado atrapado en este juego. Hoy no vale una locha, pero la salida de Padrino podría revaluarlo. Su inclusión en la narco-lista le mutó de posible tutor de una transición que hubiera salvado por el honor militar en el representante político del narco-militarismo. De allí esa desesperación que él disfraza de cólera.
La situación se empeora por el fracaso de Raúl Castro en sus esfuerzos por negociar con Occidente una capitulación que permitiría a la banda de ancianos de pura raza blanca que aún son los dueños de Cuba transferir a sus descendientes, mozos sin deudas de lesa humanidad, las ingentes fortunas habidas en sesenta años de poder absoluto, mientras ellos, que fueron los criminales, van escapando hacia sus tumbas. La idea no convenció a la gerontocracia blanca -por cierto muy militar, pues viene de la Sierra-, la cual, quizás porque no estuvo en las negociaciones y no sabe de negocios tanto como Raúl, en el Congreso del Partido Comunista de Cuba que acaba de terminar se atrevió a alzarse contra la opinión de los hermanos Castro, rechazando el proyecto de transición.
Todo esto deja en el limbo a la jerarquía chavista, civil y militar, que esperaba beneficiarse de una homologación con la jerarquía castrista. Pero también desorienta a la Oposición responsable, que en la atmósfera creada por la capitulación de Cuba hubiera podido cuadrar el necesario acuerdo nacional. Tras el fracaso de Raúl y la torpeza de Maduro, la Oposición venezolana deriva hacia la rebelión sangrienta, que se dice fácil. El chavismo, siente en el cogote el fétido aliento del desastre y simplemente no sabe qué hacer -de allí la vaguedad histérica de sus expresiones. En cuanto a los militares, atienden al reflejo de acariciar sus escopetas para enfrentar un destino que se presenta tenebroso. Con esa moda universal sobre la corrupción como pecado mortal del gobernante, el síndrome de Nüremberg no deja dormir a quienes no supieron esconder el dinero. La fatiga nerviosa les empuja al camino de los desesperados que ha emprendido Cabello, aunque eso sólo sirva para precipitar el trágico final.
En la calle, una creciente masa de seres humanos que cada día tienen menos comida, medicinas, seguridad, agua y luz, están por lo menos tan dispuestos por la DEA. A Maduro, incapaz de una solución política como la que en Abril del 2002 este cronista manoseaba en aquel almuerzo con el Ministro de la Defensa y el Comandante de la Guardia Nacional, sólo se le ha ocurrido importar equipos que potencian la capacidad represiva de los militares. Al general Padrino le toca dirigir esa represión que llevaría a Venezuela por el camino de Siria. Quizás eso esperan las potencias industriales que buscan el pretexto para ponerle la mano sin tapujos a las riquezas de un país cuyos hijos no han sabido gobernarse.
Tomado de Péndulo: La hora crítica de los militares; por Rafael Poleo @PoleoRafael