El inversionista, ahora exiliado en Estados Unidos, se apoderó de la compañía en el vertiginoso 2009, año de la minicrisis bancaria. Mediante una intrincada operación de ingeniería legal y financiera que pasó por Panamá, con asesores españoles y unas ‘empresas de armario’, se aseguró de que la compra le produjera ganancias aún si le expropiaban y le obligaban a huir al extranjero. La minicrisis bancaria de finales de 2009 afectó a un grupo de bancos pequeños –Canarias, Bolívar, Confederado y Banpro– en manos de inversionistas. Si entre todos ellos despuntaba Ricardo Fernández Barrueco, llamado el Zar de Mercal, en una segunda fila seguía Pedro Torres Ciliberto, un empresario siempre polémico.
En cuestión de doce meses ese grupo empresarial, que se había constituido sobre la marcha a partir de iniciativas individuales que se fueron entrelazando, protagonizó una vertiginosa campaña de compras corporativas. No solo los cuatro bancos habían quedado bajo su control; también ya había pagado la inicial por la operadora de telecomunicaciones Digitel, y estaba a punto de completar la compra del Banco Nacional de Crédito (BNC) de José María Nogueroles. Ese asalto al sector financiero descarriló en definitiva por un obstáculo político cuya naturaleza todavía se desconoce pero que, en lo anecdótico, se atribuye a la ojeriza que entonces profesaba por el grupo empresarial el Superintendente de Bancos, Edgar Hernández Behrens, y que secundó su cuñado, el ex capitán y ex gobernador Ronald Blanco Lacruz, para impedir activamente que las transacciones se cerraran. La versión oficial estableció que las compras de los bancos se habían efectuado con participaciones cruzadas entre ellos sin que, muchas veces, quedaran sustanciadas con intercambios de valores por acciones. Peor aún, esas entidades estaban dando fondos masivos, sin las correspondientes contraprestaciones de garantía, a empresas vinculadas a los nuevos accionistas.