Lo que queda de Congo Mirador

Antes hubo dos pueblos que se fundieron en uno. Hoy no queda ninguno. Ni el mirador ni el refugio de pescadores que durante más de dos siglos fueron testigos del imponente relámpago del Catatumbo, el trueno salvaje y silente que destella aún en los días más oscuros.

Congo Mirador dejó de existir. Los niños que nadaban en la extensa laguna de agua dulce se convirtieron en abuelos y los peces que cruzaban debajo de los palafitos, entre pilotes de madera y cemento, han desaparecido. Se secaron los amplios canales por donde pasaban las lanchas en un recorrido que conocían de memoria, justo al lado de la escuela y cerca de la casa de lata azul con el nombre de Chávez pintado en su exterior; no quedan los hombres entonando las composiciones en décimas, ni las niñas bailando reguetón y vestidas de reinas para el carnaval con el traje blanco de primera comunión, que aparecían al comienzo del documental Érase una vez en Venezuela, de Anabel Rodríguez. Se fueron las familias y se llevaron la alegría.

Hubo un tiempo en que las casas, ornamentadas con salpicaduras de colores vibrantes, parecían una flor flotando en el lago. Antes de la sedimentación, las familias nunca pensaron en irse del caserío; de hecho, poco conocían lo que había más allá de las fronteras del agua. 

Las familias congueras abrían las puertas para recibir el alba mientras el relámpago se ocultaba. Los palafitos eran su herencia y la cuidaban. Unos tenían pisos de cerámica, cocinas con mampostería, ventanales panorámicos con rieles de aluminio. Con estacas de madera sostenían los arcos de los tragaluces para cuando el calor se hacía insoportable, y adaptaron ventiladores de pared para espantar la plaga. En las terrazas y corredores, meciéndose en hamacas como si fueran helechos, los habitantes de Congo Mirador veían pasar el tiempo. Algunas pequeñas casas siguen allí, pero de sus habitantes solo quedan recuerdos.

Cuando había fiesta en el pueblo todos lo sabían. La gallera se llenaba de apostadores y gritos. Las piedras de dominó caían con fuerza en el bullicio de la parranda. “Una vez me invitaron a unos 15 años”, recuerda Chelo Morales, mientras se incorpora para describir su traje. “Usé una camisa sin corbata y un saco, unos zapatos de vestir, pero nada elegante”, cuenta con el entusiasmo de un citadino que llega para lucirse. “La fiesta era tremenda, las mujeres elegantes y en tacones altos, y la comida… Habían servido copas con cangrejos y camarones, todo lo que conseguían aquí mismo”, sonríe. Porque, aunque ya había sido derrotado por el abandono, Congo Mirador era un pueblo alegre.

A la mañana siguiente continuaba la faena pesquera. El ruido de los motores encendidos que pasaban a unos pocos metros de los palafitos alborotaba la tranquilidad en el Catatumbo. Aún hoy, en otros de los llamados pueblos de agua, como antes en Congo Mirador, la jornada de lunes a viernes se inicia a las tres de la mañana, cuando los marinos de agua dulce espantan el sueño mientras arreglan las redes y los cuchillos. Esas madrugadas son largas, esperando que los vientos se calmen. Los botes anclados en cada punta se tambalean. Todavía en la oscuridad, los pescadores se adentran en el lago para recoger la palangre que lanzaron el día anterior o la malla de nylon con peces de muchos tipos: mariana, bocachico, manamana, róbalo, armadillo negro, pámpano, bagre pintando, guabina y corvina.

La entrada

Con los años, la laguna perdió los peces. El agua ya no cubría los torsos desnudos y delgados de los niños que jugaban junto a los palafitos cuando, en un pasado, alcanzaba hasta dos metros de profundidad. Las lanchas empezaron a encallar en el lodo y los congueros a extraer los sedimentos de forma manual. En un inicio culparon al “señor Jota”, un agricultor que tenía sus tierras al lado del río Bravo y cerró uno de los caños, conocido por los lugareños como La Pica del Norte, que descargaba sus aguas en la laguna del pueblo. El hacendado hizo un desvío que llevó tierra suelta y lodo al agua de Congo. Sin un plan de atención de las tierras del Parque Nacional Ciénagas de Juan Manuel, las consecuencias fueron nefastas. 

“Hablaron de hacer un hotel en Congo Mirador”, recuerda Alan Highton, quien no duda en su amor por el río Catatumbo, aunque es originario de la isla caribeña de Barbados. Llegó hace más de 40 años al país en busca de aventuras, conoció a una venezolana y se casó. Como viajero recorrió los Llanos hasta que en 2005, en una de sus excursiones, conoció Congo Mirador. Es un pionero del turismo en la zona bautizada como la “capital de los rayos” y se mantuvo allí hasta que la pandemia lo regresó a Barbados.

Las reuniones con las autoridades no llegaron a nada, ningún gobierno apoyó a los congueros a sobrellevar la pérdida de sus hogares. La lealtad chavista fue la última barajita que no pudieron intercambiar por unas máquinas para dragar la cuenca del río Catatumbo de la arena, arcilla y limo que arrastraba desde la cabecera en el departamento Norte de Santander, en la vecina Colombia. Ese caudal aporta 70% de las aguas al Lago de Maracaibo, el de mayor superficie y el segundo más grande de América del Sur.

En los planes gubernamentales quedó engavetada la propuesta de abrir el paso del río Bravo, uno de los afluentes del Catatumbo que fue cerrado en 1996. Permitir el paso de las aguas a la ciénaga fue una opción a la que se aferraron los habitantes de Congo Mirador, así como a las máquinas de limpieza que no volvieron a trabajar en revolución. En 2009, enviaron la draga Catatumbo a Cuba para repotenciarla, pero nunca regresó. Otras fueron prometidas en 2013 a través del convenio con China. Hasta la empresa petrolera estadounidense Chevron realizó unas gestiones para que el gobierno venezolano pagara los equipos de dragado. La respuesta llegó en 2023: el país estaba “financieramente limitado” debido a las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos. 

En el Lago de Maracaibo se originó la industria petrolera venezolana hace más de un siglo, aunque nunca tuvo un impacto tan letal en el ambiente como ocurrió durante los últimos 25 años. Los derrames petroleros afectaron la actividad pesquera y contaminaron las aguas que, junto a la sedimentación, hicieron colapsar una de las bocas que alimentaba la laguna de Congo Mirador. 

“Yo nací en La Boyera [un asentamiento de pescadores cerca de la Boca del Catatumbo, en el sur del Lago de Maracaibo] y allí nacieron mis padres, pero eso desapareció”, cuenta Chelo Morales mientras acomoda el motor del lanchón para atravesar las pequeñas boyas que marcan las líneas de pesca en el lago. “Ya no existe, ni queda la sombra de lo que fue”, dice, tras un largo silencio que se prolongó hasta la entrada de la laguna de Congo. Era un viaje que acostumbraba a hacer por turismo, una actividad a la que se dedica desde hace 25 años cuando aprendió de las tour-operadoras.

En la entrada de Congo Mirador ahora hay matas de plátanos y guayabas sobre los pequeños surcos laterales que aún comunican a dos de las casas con la plaza central. La sedimentación al fin hizo su trabajo, cubriendo todo de tierra y serpientes. El agua está tapada por un manto de bora y maleza. Fue un proceso que, si bien duró décadas, cuando el chavismo llegó al poder estaba por completarse. La autodenominada Revolución Bolivariana ignoró las advertencias sobre el peligro que acechaba.

El silencio estremece y solo el canto de un aruco (Anhima cornuta), ave parecida a una gallina pero con un cuerno como de unicornio, se distingue en las copas de los cocoteros. Casi no se encuentran los caminos. Los pescadores que quedan recomiendan bordear los viejos canales y usar el remo. Congo Mirador, hoy convertido en un pueblo fantasma, solo recibe la visita de curiosos y de algún doliente como Nataly Sánchez, uno de los personajes centrales en el aclamado documental de Anabel Rodríguez. En Congo Mirador, Nataly era maestra; después trabajó como cocinera en una parcela en el río Catatumbo y, finalmente, vive refugiada en una habitación en Santa Bárbara del Zulia, donde trata de seguir con su vida. Solo regresa a su antiguo hogar a visitar a sus padres. Ahora enferma y en búsqueda de ayuda, recuerda la red de apoyo que tuvo en su pueblo.

“Lo que más extraño es esa cultura palafítica que tenía el Congo hace años. Era un paisaje muy hermoso y la gente sufría menos. Ahora no, hasta el pescado ha emigrado a otros lados”, recuerda Nataly Sánchez en una entrevista por WhatsApp. “En las navidades nos reuníamos, adornábamos las casas con banderines y lucecitas. ¡Quedaban muy bellas! Había fiestas y compartíamos. Todo era muy diferente en aquella época”, la nostalgia se le cuela en la memoria. “Hoy estoy a la deriva”, mientras señala el desahucio gubernamental del pueblo. “Congo está abandonado por los entes gubernamentales y no dirigen recursos”, enfatiza. 

En el Catatumbo el tiempo no existe: siempre la misma rutina. Los pueblos quedaron aislados de la civilización. No hay escuelas ni funciona el comercio como se practica en las ciudades. Domina el trueque. Cuando se hacen transacciones que requieren de moneda, se echa mano al peso colombiano o al dólar estadounidense. Nadie usa transferencias bancarias, menos en bolívares. La sal importa tanto como la gasolina porque permite conservar el producto de la pesca hasta que un vecino se lo lleva al puerto y cobra un porcentaje por el traslado. Una arroba de sal, equivalente a 12 kilos, cuesta 40.000 pesos, un poco más de 11 dólares. Dependiendo del tipo de pescado del que se trate, los pescadores pueden cobrar medio centavo de dólar por kilo. 

La visita

“Poco se sabe de la historia antigua de esos pueblos de agua. Dicen que a mediados del siglo XIX, un grupo de esclavos libres de Maracaibo fueron y establecieron la comunidad pesquera de Congo Mirador. Congo en honor a su tierra ancestral”, cuenta Alan Highton en un relato preparado para los turistas. Otra parte del cuento se encuentra en el libro de Darío Dovoa Montero, Congo-Mirador, pueblo palafítico del Lago de Maracaibo, que publicó en 1971 y explica cómo ambos pueblos llegaron a ser uno. Mirador “estaba a partir de la línea de tierra”. Era el viejo cementerio junto al depósito del Gran Ferrocarril del Táchira. “Mirador tenía apenas unas 10 casas. Congo era la parte del poblado de agua”, hasta que Mirador se terminó de secar de manera natural por los aluviones del río Bravo. 

Dicen que “a Congo llegó un alemán nazi en los años 40, seguramente escondido”. Este relato no confirmado llegó a oídos de Alan Highton, quien lo narra en un intento por convertirse en el cronista de un lugar que ha perdido la memoria. En su versión explica que el extranjero tuvo “muchos hijos” con las mujeres de Congo y dejó su huella genética en los fenotipos del lugar. Los descendientes de aquel cruce nacieron catires y con ojos almendrados, aceitunados y celestes, rasgos que dominaron por las siguientes generaciones. Pero, según el relato de Darío Dovoa Montero, antes de esa fecha hubo un alemán que vivió entre 1924 y 1948 en Congo, esto es, desde mucho antes del advenimiento del régimen nazi. Su nombre era Daniel Lister, “un navegante de la piragua Altagracia y de La Valencia”. 

Aquellas historias bien podrían ser un retazo que explica el particular semblante de ciertas familias congueras que ya no están allí. Hoy solo tres de ellas resisten en una interminable espera de la muerte. “Mi tío aún vive allí. Y un señor que no quiere salir”, cuenta Juan, mientras sortea con la lancha las ramas y raíces que entorpecen el camino. Con 20 años a cuestas, moreno y espigado, Juan se dedica a la pesca de cangrejo junto a su primo. “Yo vengo y me quedo 15 días aquí para salir a pescar, luego me regreso a Santa Bárbara. En Congo Mirador están mis dos hijos y mi mujer”, cuenta Juan, mientras intenta cruzar hasta la plaza principal a bordo de la lancha. 

Antes de llegar a la glorieta de cemento, a la derecha hay una hilera de tres palafitos que siguen en pie, como estacionados en el tiempo. Dos niños de piel canela y rizos castaños, sobresaltados por el ruido del motor, se asoman detrás de las vigas de una de las casas. Su hogar tiene todas las ventanas y puertas abiertas pero ni esperan ninguna visita ni albergan esperanzas en aquel lugar. Solo están inmóviles, mirando el pantano. 

No muy lejos quedan las viviendas de quienes decidieron esperar la muerte, enterrados vivos en aquel lugar. “Los Romero Soto que están frente a la iglesia, en el hogar de los Navarro viven dos familias en una misma casa, y mis padres que quedaron en Congo”, pasa revista Nataly Sánchez, añadiendo que no ha podido ir en cinco meses desde que enfermó.

A lo lejos aún se puede ver la torre de la iglesia, la única edificación de dos pisos que sobrevive como testigo de pasados compromisos con la fe que, en todo caso, no conjuraron la tragedia. Su techo a dos aguas, pintado de un rojo envejecido por el sol, destaca en medio de la maleza que cubre la superficie del pueblo. En la punta, un halcón descansa sobre la cruz de madera. Las dos puertas principales, hechas con listones de madera, ya podridas por las lluvias, dan entrada a un salón donde la luz se cuela entre los vitrales laterales. En aquella iglesia se celebraron por décadas los rituales católicos. Un sacerdote venía una vez al año. 

Alguien todavía le rinde honores a la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores: ha dejado sobre el mesón del altar los restos de las velas que, por lo que se ve, encienden de vez en cuando y unas flores marchitas. En sus festividades tradicionales, cada 16 de julio, los congueros vestían sus casas con banderines blancos y amarillos para recibirla. 

La huída

Tany siempre vivió solo y se fue solo. Al nacer lo bautizaron como Nerio Ángel Romero y pasó 60 años en Congo Mirador, donde nacieron sus padres. Su palafito, uno de los más grandes del lugar, lo mudaron a la laguna de Ologá cuando la sedimentación se hizo irreversible. El nuevo destino está como a 20 minutos al norte en lancha. 

Ologá carece de la efervescencia del pueblo donde vivió toda su vida. Cuando llegó había unos 25 palafitos. En uno de ellos vivía una sobrina, y en otro, un medio hermano. La razón de que otros congueros no siguieran ese éxodo a la laguna de Ologá tuvo que ver con una vieja rivalidad entre pueblos cuyo origen ya nadie recuerda. “Le propuse a mis padres mudarnos al pueblo vecino pero no quisieron”, recuerda Nataly por su parte.

La casa de Tany tiene tres áreas, un muelle y un cuarto de baño, con un depósito de agua subterránea que extraen con una bomba. Cuenta con una terraza en el frente y otra en la parte posterior, que se comunican cruzando la amplia cocina. Tany mantiene las puertas abiertas, como para que la brisa barra los recuerdos. En una de las terrazas se sienta a machetear el pescado para sacarle las vísceras y arrojarlas al lago, donde los bagres hacen fiesta. A los lados, dos pequeños rectángulos de latón hacen las veces de habitaciones para recibir a los visitantes que llegan de otras partes del mundo y recorren las riberas lacustres en una excursión de casi tres horas que parte desde Puerto Concha. 

Antes de mudarse a Ologá, el pueblo contaba con electricidad. Pero desde hace cinco años el generador central no funciona. Así que Tany ahora saca provecho de una pequeña planta eléctrica propia, que trabaja con gasolina. El combustible se ha vuelto tan preciado como el oro y la sal. Es una señal de estatus para aquellos que intentan mejorar sus condiciones de vida. 

“El turismo lo aprendí en Congo”, cuenta Tany mientras espanta a los niños que llegan en grupo a su casa para ver a los extraños y pedirles un regalo. “Hay que cuidar al turista para que vuelva. ¿Usted vuelve?”, pregunta con inocencia aquel señor que sonríe con las encías desnudas. Sus grupos más grandes han sido de 16 personas y los que más tiempo se han quedado son los científicos que van detrás del Relámpago del Catatumbo, patrimonio natural del estado Zulia desde 2005.

“De la NASA han venido”, cuenta Chelo Morales a los nuevos visitantes, orgulloso de que la agencia aeroespacial estadounidense reseñe el fenómeno. Los científicos han registrado 250 relámpagos por kilómetro cuadrado en el Catatumbo, la mayor concentración de rayos en el mundo.

Los desplazados de Congo Mirador llegaron a otros pueblos de agua y rancherías como La Punta del Sur, en otra parte de la desembocadura del río Catatumbo. Pero en ninguna parte se sienten a salvo. Todos temen que les persiga en sus nuevos destinos la misma suerte de Congo Mirador. El silencio se impuso. Nadie menciona a Chávez o Maduro, tampoco a la oposición. No importa quién sea el gobernante de turno, ya no confían en ninguno. 

Tomado de Lo que queda de Congo Mirador