La inquietante presencia en España del exespía ruso Felipe Turover y sus conflictos con sus arrendadores

Los primeros copos de Filomena caían sobre Madrid el 7 de enero de 2021 cuando en la casa de Eladio Freijo y su mujer, María, apareció entre la nieve un nuevo inquilino, Felipe Turover. Como muchos otros antes de él, había reservado una habitación de Airbnb. Turover tenía 56 años, cabeza afeitada, cuerpo musculoso y un español casi impecable, aunque sus erres delataban su origen ruso. Era cordial, leído y sereno, un inquilino impecable que iba a quedarse durante 10 días en el chalé del matrimonio, a las afueras de la capital, en Villaviciosa de Odón. Cuando Turover vio por la ventana al día siguiente la histórica tormenta de nieve, le escribió a su casera: “Siberia :)”. María le respondió con un muñequito de nieve. Más adelante, como todo estaba bloqueado y él tenía un 4×4, les preguntó si necesitaban algo del Mercadona. Parecía un huésped modélico.

Pero cuando esta pareja de jubilados escribió el nombre de Felipe Turover en Google descubrieron que habían metido en casa a un personaje con un pasado extraordinario que les comenzó a inquietar: “Agente de inteligencia de la KGB” (la agencia de inteligencia soviética), “aventurero del Kremlin” y protagonista destacado en las intrigas que a finales de los años noventa desembocaron en la llegada de Vladimir Putin al poder en Rusia, informó Fernando Peinado, en EL PAÍS.

¿Qué hacía junto a su dormitorio un hombre que había jugado a la alta política rusa?, ¿corrían peligro?, ¿aparecería algún día la mafia buscándolo? Estas preguntas se convirtieron durante mucho tiempo en la comidilla de sus encuentros con familiares y allegados, porque Turover acabó quedándose más allá de esos primeros 10 días. Fue renovando su estancia una y otra vez durante meses. Los caseros mantenían estas conversaciones medio en broma; no se preocuparon mucho, porque el inquilino no daba motivos para ello. A veces traía comida oriental de tipo gourmet para compartir, le encantaba jugar con la perrita salchicha de la casa, Pippa, y añadía a casi todos sus mensajes de WhatsApp emojis afectuosos. Su favorito eran las manos juntas rezando.

Les tranquilizó que las más de 4.000 entradas que aparecían en Google sobre él eran de una época lejana. Además, dedujeron que Turover había jugado del lado de los buenos. El embrollo podía resumirse en que Turover, que tuvo acceso a información bancaria en Suiza, reveló la corrupción del presidente Boris Yeltsin, iniciando un escándalo que acabó el 31 de diciembre de 1999 con el ascenso de Putin a la presidencia. Fue el inicio de una etapa de la historia rusa que se prolonga hasta hoy, 22 años después.

“Yo pensé que era un hombre bueno que había contribuido a destapar la corrupción”, dice María. “Además, pagaba religiosamente y no molestaba”.

Las circunstancias han cambiado por completo. Hoy ella y su marido están muy enfadados y preocupados. Un año después de su llegada, Turover sigue ocupando la habitación, pero desde septiembre ya no les paga. Ahora las interacciones son mínimas y en la casa se vive una calma tensa, como en la Guerra Fría.

Los dos reciben a EL PAÍS al amanecer de un día reciente.

—¿Dónde está él?

—Ahí arriba, en su habitación.

No saben si está ya despierto. Quieren que el periodista vea cara a cara al hombre que los atormenta. Turover debería bajar pronto por las escaleras y quizás entrar a la cocina a hacerse un té. Allí, el matrimonio narra su suplicio. Apenas han dormido. Cada noche cierran su dormitorio con llave y escuchan con inquietud a Turover hablando por teléfono al otro lado del tabique, en español, inglés, ruso o francés.

Eladio tiene 77 años y es un catedrático de instituto que daba clases de Filosofía. María, de 64, trabajaba en el sector de las telecomunicaciones. Ambos comenzaron a alquilar habitaciones de su casa hace cinco años para tener una fuente de ingresos extra, porque María se quedó sin trabajo. Ya han pasado por allí más de 130 personas y nunca habían tenido a un inquilino moroso. El que les ha salido rana ha sido precisamente “el exespía”, un tipo que los intimida. Por suerte, con ellos también vive Lucy, una chica paraguaya que cuidaba del padre de María en el mismo chalé hasta que falleció en noviembre.

Turover sale de casa temprano y no regresa hasta la noche. No saben adónde va. Cuando se hablaban, les decía que iba al gimnasio, a meditar a la montaña o a pasar un rato con su novia. Han tenido algunas situaciones tensas. Según Eladio, hace unos días les dijo: “Sabéis que yo tengo la sartén por el mango”, una aparente referencia a que la ley lo protege.

A los caseros no les ha servido de nada acudir a los juzgados y a la Guardia Civil. Les han dicho que no pueden poner a Turover en la calle de inmediato. Deben esperar a un juicio de desahucio que puede demorarse varios meses. Turover les debe más de 3.000 euros. También lo acusan de falsedad documental, ya que durante días les presentó comprobantes bancarios de haber hecho la transferencia. Les decía que el retraso en el ingreso podía deberse a algún fallo técnico.

Como Turover tarda en salir de su habitación, Eladio se asoma a la calle.

―¡Se ha escapado!

—¡Nooo!

Turover se ha ido sigilosamente en su coche de alquiler, un jeep Longitude.

Turover accede a hablar con este periódico en el lobby de un hotel de la capital. La excusa para el encuentro es su reciente aparición en el bestseller Putin’s People, de la periodista británica Catherine Belton. La autora reconstruye el complot de los antiguos espías de la KGB para deshacerse de Yeltsin, un líder alcohólico, enfermo y visto por el nacionalismo ruso como un títere de Occidente.

Como ha contado la autora, uno de los atractivos de su libro fue haber dado con Turover, un tipo que desapareció del mapa hace dos décadas. La periodista habló con él durante tres días en Boadilla del Monte, a las afueras de Madrid.

Turover llega al encuentro con EL PAÍS acompañado de una madrileña rubia y elegante a la que presenta como su “representante de prensa”. Según cuenta, quiere hacer el guion de una película para Hollywood. “Ha pasado ya un tiempo y ahora sí puedo hacer el payaso”, explica, añadiendo que la trama no giraría necesariamente en torno a él. Lo importante es contar unos eventos que con el paso del tiempo han ganado relevancia histórica.

Turover conoció a Putin a principios de los noventa, cuando este había dejado su trabajo de agente de la KGB para meterse en política como vicealcalde de San Petersburgo. Turover dice que, a diferencia de Putin, él nunca pasó por la academia de espías Yuri Andropov, sino que se formó en Economía. El caso es que aunque no recibiera formación oficial, acabó trabajando para los servicios de inteligencia. La periodista Belton lo describe en su libro como un “exagente de la KGB”. Era cercano a Yevgeny Primakov, otro exespía de la KGB, que llegó a primer ministro a finales de esa década, cuando el país atravesaba un período de gran descontento por la transición salvaje del comunismo al capitalismo. Turover cuenta que, en la primavera de 1998, Primakov y sus asociados acordaron tumbar al presidente Yeltsin “para salvar al país de la guerra civil”.

Primakov le encargó la tarea de entregar información comprometedora sobre Yeltsin y otros políticos rusos a la fiscalía suiza. Cuando en el verano de 1999, el Corriere della Sera reveló que parte de esa información involucraba a Yeltsin y a sus hijas, la dimensión del escándalo creció. Turover se dio cuenta de que su cabeza corría peligro. Según asegura él, Putin lo citó una noche de mediados de septiembre en un hotel de Moscú y tomando té le dijo fríamente: “Tienes dos semanas para salir del país. Si no te vas, te internamos o te liquidamos”. A la semana, Turover apareció en Suiza.

Llegados a este punto hay que advertir que ya en los noventa los artículos de prensa destacaban que Turover era visto como un charlatán, así que es posible que parte de su relato, como esa supuesta reunión con Putin, sean exageraciones o pura fantasía. Al poco de su huida, Yeltsin llegó a un acuerdo con Putin: le cedería el poder a cambio de su inmunidad. Comenzó una nueva era.

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Tomado de La inquietante presencia en España del exespía ruso Felipe Turover y sus conflictos con sus arrendadores