Decía Hannah Arendt que una condición natural de la vida política es la pluralidad. Nadie es igual a nadie; cada individuo es único e irrepetible. En tanto ser racional, el ser humano es también libre: está dotado de razón y libre albedrío. Por ende, resulta muy difícil saber lo que hará una persona en el futuro, dado que su forma de responder a los contextos cambiantes dependerá siempre, en gran medida, de su modo de comprenderlos y lidiar con ellos. Por otra parte, la naturaleza de esa comprensión tiende a cambiar con el paso del tiempo, en tanto las circunstancias cambian y nos vamos haciendo más viejos.
Ello no quita que sea posible identificar cierto tipo de patrones o tendencias de amplio rango que nos permiten tener una idea general del comportamiento humano. Las ciencias sociales han procurado descifrar esas tendencias desde siempre, y hoy hacen uso del big data y otros mecanismos cada vez más sofisticados para intentar pronosticar el curso de los acontecimientos sociales, obteniendo a veces resultados sorprendentes. Los más fervientes creyentes en el positivismo científico llegan incluso al punto de afirmar que no existe libre albedrío, y que lo único que nos separa de la posibilidad de predecir nuestros actos es el pleno conocimiento de todas las variables y datos pertinentes -algo de lo que, en teoría, nos encontraríamos cada vez más cerca.
“La acción consciente y constante, individual y colectiva, cotidiana y persistente, la que lentamente va conduciendo las cosas por nuevos desfiladeros”
Sin embargo, y a pesar de las fulgurantes proyecciones de algunos científicos, los acontecimientos humanos, sociales y políticos continúan siendo impredecibles. Aquello de que “la vida te da sorpresas” -Rubén Blades dixit– continúa a la orden del día y nos recuerda el principio arendtiano según el cual los milagros son la esencia misma de la política, en tanto ésta se entreteje de tramas que siempre sorprenden. La realidad de la política tiende a romper las regularidades cuando, precisamente, ya nos hemos ido acostumbrado a tomarlas por eternas e inamovibles.
Después de todo, la política está hecha de millones y millones interacciones entre seres dotados de libre albedrío y, por ende, impredecibles. Esa pluralidad intrínseca de la vida política le otorga a cada uno de sus elementos un carácter relacional. En política, nada es si no es en relación con lo demás; nadie es líder si no cuenta con seguidores; nada tiene sentido si una gran cantidad de personas no se ha persuadido de que lo tiene.
De ahí la dificultad en el ejercicio de la objetividad en este ámbito, y la consiguiente insistencia arendtiana en el carácter, no tanto objetivo, ni tampoco subjetivo, sino intersubjetivo de la realidad política. Lo que nos parece real o factible a una importante mayoría; lo que nos motiva y pone de acuerdo; lo que nos permite identificarnos porque representa valores que nos (con)mueven; lo que todavía existe como realidad potencial, todo ello demuestra una y otra vez a lo largo de la historia su capacidad para imponerse, aunque en un principio pareciera altamente improbable.
Lo anterior suele ponerse de manifiesto en el momento en el que cae un régimen autocrático. Por lo general, en tales ocasiones confluyen sentimientos colectivos contrapuestos. Por un lado, el de la inercia y la desesperanza aprendida que auguraba la lúgubre continuidad de lo ya conocido; por otro, el de una esperanza que emerge a pinchazos, a golpe de corazonadas, en ese ámbito del alma humana en el que se entremezclan los deseos, los valores y las certezas más íntimas para producir el pensamiento creativo que guía la acción. Así, frente al peso de la realidad cruda y palmaria, se responde desde la convicción de la fe que conduce a la acción constante.
Sin embargo, y de modo un tanto instrumental, a menudo pensamos únicamente en el qué hacer, en “la estrategia”, en “los próximos pasos”, en dar con una línea que de manera directa e infalible va de la A a la Z. Subestimamos, en cambio, la relevancia gigantesca que entraña la coherencia del ser, y terminamos por desatender la importancia de estar alineados en el recto sentir, el recto pensar, el recto hablar y el recto actuar. Empero, esa rectitud es clave porque únicamente allí donde se forjan la fe y las convicciones puede nacer la fuerza necesaria para la acción serena, constante y fecunda que posibilita el cambio.
Acción significa, en su raíz más remota, iniciar, comenzar. Arendt insistía en la condición humana como posibilidad de nuevos comienzos, como oportunidad para el desarrollo de lo no predeterminado. Entre seres humanos, todo lo que no pertenece al sustrato de lo puramente biológico suele comenzar con palabras. La palabra es esa chispa que enciende -o apaga- una llama en el otro; es el fuego interno que alimenta la fe y posibilita el movimiento que conduce a la acción. Y es la acción consciente y constante, individual y colectiva, cotidiana y persistente, la que lentamente va conduciendo las cosas por nuevos desfiladeros.
Las dictaduras, decíamos, suelen caer de este modo: como consecuencia de dinámicas silenciosas en las que la fe y la labor de hormiga -o de termita- van minando sus cimientos, una vez que el sistema autocrático ha mostrado ya todo el horror que es capaz de producir, agotado su crédito y engendrado así las dinámicas de su propia descomposición.
Quienes han vivido el desmoronamiento de una dictadura a menudo relatan la relativa sorpresa que experimentaron ante un descalabro que aparentemente lucía mucho más complicado de producir. La sorpresa viene dada por el hecho de que quien vive largamente en dictadura, y sobre todo quien se resigna a ello, se acostumbra a vivir en la oscuridad de la mentira. La represión dictatorial censura las palabras porque intuye que aquello que no se dice termina por ausentarse del pensamiento. Lo que no se convierte en palabra, lo que no se hace λόγος (logos), se transforma en el eco intrascendente de un impreciso clamor interno al que cada vez se atiende menos.
La palabra censurada incomunica, separa. La palabra que difama siembra la discordia, divide. Lo sabían los antiguos griegos, que llamaban διάβολος (diábolos = el diablo) al que siembra la cizaña entre hermanos y conciudadanos. Los tiranos se levantan a partir de la prédica del odio, sobre el silencio de los dominados, sobre la ausencia de comunicación, sobre la siega de la reflexión. Dividen así lo que unido es mucho más fuerte. Pero esta dinámica comienza a revertirse cuando la palabra que dice la verdad se abre paso ante las que procuran el disimulo y la impostura. Sólo así se logra reunir lo que nunca debió estar separado.
Cuando el telón de las mentiras se viene abajo, y cuando las grandes mayorías pierden el miedo a decir las cosas tal como son para actuar en consecuencia, el proceso ya se ha iniciado.
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Tomado de La in-esperada caída de las dictaduras