La llaman la 40. Es una calle de bares y negocios donde se mezcla el olor a pescado y a cerveza. Está situada en un rincón ribereño de la amazónica ciudad de San José del Guaviare, al suroriente de Colombia, cabecera de una de las regiones de mayor producción de coca del país.
Según un reporte de Gerardo Reyes para Univisión Noticias, al final de la cuadra, en un agitado muelle sobre el majestuoso río Guaviare, recalan canoas y lanchas llenas de pescados enormes.
A pesar de la violencia innata del negocio de la cocaína, la ciudad de 45 mil habitantes es hoy un tranquilo refugio de colonizadores que llegaron de diferentes partes del país en los años sesenta a tumbar selva, patrocinados por un gobierno central dispuesto a ampliar la frontera agrícola del país.
Para muchas niñas indígenas de las comunidades vecinas, la 40 es más bien un precipicio.
Aquí sucumbió de física hambre su infancia inocente. Niñas de 7 a 15 años de las etnias milenarias nukak y jiw canjean sus cuerpos en este lugar por pan, guarapo, a veces por el equivalente a dos dólares o una dosis de pegante químico que inhalan para despistar el hambre. Le dicen Bóxer por su marca comercial.
Sus casos son estadísticas anónimas de un creciente e incontrolable drama en esta zona del país: la violación de menores indígenas por hombres blancos de la ciudad o militares apostados en batallones cercanos a sus asentamientos.
La seccional del Guaviare del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) recibe cuatro denuncias de abusos sexuales de menores a la semana, según su director Joaquín Mendieta. El 20 por ciento de los embarazos de menores de edad del hospital principal de la ciudad son de indígenas, de acuerdo con estadísticas entregadas a Univision por la Secretaría de Salud del departamento.
A cinco horas de camino destapado desde San José de Guaviare, la vereda de Charras se sumó recientemente al mapa de los abusos sexuales de los militares de la zona. En este lugar una indígena nukak de 15 años fue raptada de un baño público por varios soldados. Ocurrió en agosto de 2019. De acuerdo con la revista Raya que tuvo acceso al testimonio de la menor, los uniformados la encerraron en un lugar donde dormían y allí la violaron durante cuatro días sin recibir alimentos. La adolescente logró escapar.
Al año siguiente del episodio, el jefe del ejército general Eduardo Zapateiro reconoció que esa institución estaba investigando a 118 de sus miembros involucrados en abusos y violaciones sexuales en varias regiones del país incluido el Guaviare.
“Esto nos obliga a revisarnos interiormente’’, reconoció el general.
El Ejército Nacional de Colombia respondió a Univision que el Batallón de Infantería N.° 19 de la Vigésima Segunda Brigada de Selva, “en su momento abrió una indagación disciplinaria que fue verificada’’. En cuanto a la investigación de carácter penal, “los hechos fueron puestos en conocimiento de la Fiscalía 2 local, de San José del Guaviare».
La situación de los abusos se da en medio de una crisis alimenticia de las comunidades indígenas cercanas a la ciudad.
“Siempre aguantamos hambre’’, nos dijo Joaquín Nijbe jefe de la comunidad nukak. “No es hoy, son todos los días […] ni cazar, ni pescar ni recolectar, no tenemos espacio para tener cultivos’’, agregó.
En un asentamiento jiw hablamos con uno de los últimos cazadores que quedan en la comunidad. Armado con su arco y flechas empezaba una jornada de tres horas a pie en busca de algún parche de selva. Su asentamiento indígena está rodeado de grandes haciendas y un batallón del ejército.
El asedio a las menores parece tan rampante en la ciudad que un aviso oficial en uno de los bares de la 40 recuerda a los clientes que es delito violar a un menor. La cantina que sigue despliega otro afiche que invita a beber cerveza para ahorrar agua. Más adelante un comerciante de pescado colgó un cuadro de la Virgen María.
Algunas veces por temor de denunciar, los habitantes acuden al grafiti como uno desplegado en una estación de transporte en el que se acusa a un hombre a quien se refieren como capitán de “dopar’’ a las niñas indígenas con guarapo para violarlas.
La mayoría de las niñas indígenas en las calles no dominan el español. Saben pedir pan y gaseosa. Los hombres que las abordan se refieren a los encuentros sexuales con ellas como “makusear’’ que viene de nukak makú, el nombre completo de la tribu indígena nómada a la que pertenecen algunas de las víctimas.
Los nukak ahora son sedentarios a la fuerza en tierras ajenas. Dejaron de cazar y de recolectar miel. Desde que entraron en contacto con la civilización en 1981, han visto su población reducirse a la mitad como consecuencia de enfermedades y de la desaparición de la selva, su principal fuente de sustento. Los bosques tropicales fueron derribados para dar paso a los cultivos de coca o ganadería extensiva.
Lo que antes era un corredor ilimitado de la selva amazónica, tierra libre para la caza y la pesca, se convirtió en un campo minado.
Los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionaria de Colombia (FARC) y luego los grupos paramilitares empezaron a reclutar forzosamente a sus adolescentes y niños y a llevarse a sus mujeres. Otros miembros de la comunidad fueron desaparecidos. Desde 1988, señala un informe del proceso de paz de Colombia, “cada vez que los nukak intentaban retornar a su territorio, eran víctimas de reclutamiento forzado, señalamientos, asesinatos colectivos, amenazas, hostigamiento, confinamiento y violencia sexual’’. Los nukak son considerados como desplazados por la ley colombiana.
Los otros niños “en situación de calle’’, la expresión burocrática del desamparo infantil, son de etnia Jiw, (se pronuncia jiu en español) que ha sido declarada en peligro de exterminación cultural y física en sentencias de tribunales colombianos desde 2009.
María Eugenia Rivera, quien está en contacto a diario con niñas indígenas que estudian y se alimentan en su casa taller, está convencida de que la crisis es una secuela del choque de las comunidades indígenas con una región que perdió sus valores bajo el resplandor de las bonanzas cocaleras.
“Cuando ellos [los nukak] comienzan a salir y se encuentran con nuestra realidad, seres que venían totalmente desprovistos, no conocían nada sobre nuestro territorio, venían desnudos incluso, entonces con sus hombres, mujeres, niños, niñas, pues lo que se encontraron fue fuerte’’, comentó Rivera.
Sin embargo, para Marta Cecilia Romero, secretaria de Salud del departamento la responsabilidad es principalmente de los padres. “Ellos no cuidan a los niños… sus padres no los están protegiendo’’, le dijo Romero a Univision Investiga. “Es una cultura, es la cosmovisión de ellos’’.
Un informe de 36 páginas de ICBF conocido por Univision Investiga que no circuló entre los medios de comunicación advierte que los niños y niñas sujetos del estudio “se hicieron adolescentes en las calles y que muchas niñas son explotadas sexualmente y les debemos garantizar un real proceso administrativo de derechos’’.
William González, dueño de un negocio de venta de pescado en el corazón de la 40, dice que lo ha visto todo y que nada ha cambiado. Desde su negocio ha sido testigo de diversas formas de inducción que utilizan los victimarios para llevarse a las menores.
“Lo que está pasando es triste. Es claro, están metidos en la vaina de la droga, en la prostitución, niñas que en realidad diez, 11 años ya están prostituidas’’, señaló.
Según González hay dos clases de depredadores sexuales, “los cuchos blancos’’, hombres mayores que se las llevan a cualquier rincón oscuro de la ciudad a cambio del equivalente de dos dólares y jóvenes “bien organizados’’ que las recogen en motocicletas.
Los deambulantes nocturnos de San José del Guaviare que conocen la cartografía secreta de los sitios que los blancos utilizan para llevarse a las indígenas nos señalaron uno de ellos, una casa aparentemente abandonada al final del malecón que bordea el río. Otro de los sitios críticos era la Casa Indígena que el gobierno municipal ordenó derrumbar dos días después de nuestro arribo a la ciudad.
Algunos niños jiw le contaron a los investigadores del estudio del ICBF de 2019 que en la Casa Indígena podían “dormir, consumir, tener relaciones sexuales en los corredores’’ y “hay un hombre mala gente que cobra dinero’’.
En un baño abandonado a espalda de la casa, “los niños y niñas menores de siete años se reúnen en este sitio para absorber bóxer y allí se quedan dormidos’’, señala el informe.
Los cuchos se mezclan con indígenas adultos en alguno de los tres bares de la calle 40 para beber un jugo fermentado de caña de azúcar de fabricación casera conocido como guarapo. La bebida es muy barata. Por cincuenta centavos de dólar cuatro clientes pueden tomarse dos vasos, según los comensales que entrevistamos en uno de los expendios.
Mientras sus padres guarapean las niñas se pasean por la calle. Al atardecer de un día de semana, en medio de una estruendosa competencia de corridos mexicanos, salsa y baladas que salían de los parlantes de las cantinas, vimos a algunas de ellas bebiendo cerveza en compañía de jóvenes blancos.
“¿Qué hacen los cuchos?, se pregunta González, y él mismo se responde: “ Pues emborrachan a los indígenas adultos para poder llevarse a las chinas (niñas)’’.
La mayoría de las menores prefieren inhalar pegante que tomar guarapo, según el comerciante de pescado. El pegante está a la venta al público en ferreterías y muchos de los vendedores saben que los pequeños frascos de plástico con dosis personales terminarán en las narices de los menores.
El Bóxer quita el hambre, desinhibe y produce alucinaciones.
“Se sienten borrachas, como que escuchan algo así como música, gritos, alguien que está hablando mucho, que ríen y uno ve que los ojos se salen como floreros’’, explicó Charleidi Castañeda, una indígena jiw que vivió por un tiempo en las calles de la ciudad. Aseguró que ella nunca probó el Bóxer pero sus amigas le contaban.
El problema, agregó Castañeda, es que cuando pasa el efecto del químico después de 15 minutos, el hambre vuelve más fuerte. “Y otra vez vuelven a meter el Bóxer’’, agregó.
En el atardecer del tres de octubre cuando preparábamos las cámaras para una entrevista frente al río Guaviare con Gustavo Enrique Ricardo, un misionero cristiano que convivió 10 años con los Jiw para aprender su idioma, un grupo de tres niños y una niña se acercó a saludar a Ricardo.
Hablaban jiw entre ellos. Ricardo notó una protuberancia en la ropa de los niños y se percató que los rayos del sol habían delatado una partícula amarilla adherida a la punta de la nariz del niño mayor. De inmediato el misionero entendió que los niños escondían Bóxer debajo de sus pantalonetas. Les pidió en su idioma que lo entregaran. Uno a uno fue sacando unas botellas amarillas pequeñas con el químico. Unos sonrieron nerviosos. Otro que estaba compungido dijo que quería ingresar a la escuela.
Pagaron cincuenta centavos de dólar por cada botellita, según lo admitieron, pero fue imposible convencerlos de que nos indicaran dónde compraban el pegante. A cada pregunta respondían levantando el brazo hacia el cielo. “Por allá’’, decían.
De acuerdo con el informe del ICBF, algunos niños describieron a los distribuidores del químico como vendedores ambulantes que van “caminando por las calles con una cajitas y venden cigarrillos, bombones, papas fritas y sicoactivos como Bóxer’’.
El teniente de la policía Víctor Sanabria, jefe de la Seccional de Protección, nos confirmó que no existe una sola investigación judicial por distribución de dosis personales del pegante.
Una menor que pasó por el mismo lugar de la entrevista se mostró más desafiante y le respondió a Ricardo que seguiría usando Boxer porque “se siente rico’’.
“Me dice que se siente bien, se sienta alegre, no se siente como al margen de todo, la problemática de ellos y de la comunidad. Entonces se sienten bien porque se le quita el hambre’’, tradujo Ricardo.
Con la seguridad que dan diez años de haber vivido en una cabaña de madera en medio del asentamiento jiw de la zona de El Barrancón, Ricardo tiene una explicación sobre la aparente indiferencia de las comunidades indígenas a los abusos sexuales de los que son víctimas las menores. Es algo difícil de entender para la cultura occidental, explicó.
Según Ricardo, a partir de la primera menstruación las niñas indígenas son consideradas adultas. “Si a la niña le llega la menstruación a los 10,11, 12, 13 años, ahí ya es adulta y ella puede decidir que ya es autónoma en sus decisiones y ellos (los padres) las respetan porque ya es una niña adulta’’, explicó el misionero.
En uno de los costados de la 40 está situada una bodega desocupada con doble acceso desde un oscuro callejón que une esta calle con la próxima al oriente. A mediados de 2021 la policía judicial de la ciudad empezó a recibir información de que el lugar era usado para llevar a niñas indígenas menores de edad. Las fuentes iniciales de los hechos eran familiares de un hombre que manejaba la bodega, explicó a Univision el investigador de la fiscalía Fredy Herney Segura.
Los detectives obtuvieron por orden judicial varios videos de seguridad de negocios cercanos al callejón que les permitió fortalecer el caso.
“Desde la parte de afuera se evidencia que efectivamente llegan unas menores a esta bodega y sale un señor alto, 60 años entrecano y las ingresa’’, agregó Segura.
Las niñas indígenas que aparecían en los videos tenían 11 y 13 años y recibían por cada encuentro entre dos y cuatro dólares, explicó el detective. Después de más de medio año de investigación y contando con la colaboración de las menores, la fiscalía expidió una orden de captura contra el comerciante local Ramiro Mejía. Fue acusado de actos sexuales y acceso carnal con menores de 14 años, según Segura. Mejía, de 60 años, fue arrestado en una calle de San José de Guaviare.
Cuando tenía siete años Juanita, una indígena, era asidua visitante de la 40, según María Eugenia Rivera quien la adoptó. Rivera dirige la casa taller para niñas indígenas. Ella recuerda que el abuelo de Juanita, como se refiere a su adoptada para proteger su identidad, le pidió que le ayudara a rescatar a su nieta quien estaba adicta al Bóxer. La niña, por su cuenta, se presentó dos meses después en el albergue y sin pronunciar palabra dio a entender que quería cambiar su vida.
Al principio hablaba poco, señala Rivera, pero con el tiempo empezó a recordar en voz alta su pasado. “Es una niña que fue abusada [sexualmente] desde los siete años aproximadamente’’, explicó Rivera.
A Rivera le intrigaba conocer el momento en que la menor, hoy de diez años, decidió abandonar el resguardo de sus padres para irse a las calles de la ciudad. Juanita la conmovió con su relato, recuerda. Le dijo que en su comunidad era muy común que los adultos se emborracharan mientras los niños caminaban llorando por los ranchos del campamento.
“¿Por qué los niños lloran?, recuerda Rivera que le preguntó a la niña. “Me dice ‘porque tienen hambre y los adultos están en el piso borrachos, sin conciencia’. Entonces ahí entendí porque un niño de dos añitos, tres añitos se vienen en grupo caminando hasta la ciudad que les queda a dos horas de camino, pero tienen la esperanza de encontrar en la basura algún poquito de comida’’, agregó
En un recorrido por la carretera que lleva a uno de los asentamientos indígenas de Barranco, a 45 minutos en automóvil desde San José del Guaviare, los reporteros de Univision vieron varios grupos de niños caminando hacia la capital al borde de la carretera.
En un asentamiento de los jiw, en otra zona, nos esperaba Oscar Gaitán Rodríguez, jefe de una comunidad de 985 indígenas. Para darle realce al encuentro Rodríguez, de madre indígena y padre mestizo, se pintó la cara con rayas rojas de pigmento vegetal y se puso una corona de plantas. Son signos de buena fe, explicó. Llevaba una camiseta con el logotipo de Jeep.
Le describimos las imágenes que se le quedaron grabadas a Juanita de los hombres y mujeres embriagados en el piso mientras lo niños pasaban hambre. Gaitán reconoció que es algo que ocurre también en su comunidad “en un 40 por ciento’’.
“Es verdad, no lo niego, me siento muy mal, con ganas de llorar por lo que usted mencionó, pero es verdad, el papá toma su licor y el niño no tiene de comer, la mamá también’’, explicó inclinando la cabeza.
Según el jefe indígena es común que al final del día algunas hamacas de los niños del campamento estén vacías.
“Se quedan cinco días por allá durmiendo en la calle. Si el niño quiere vuelve en 10 días, 12 días y le trae algo a la mamá [….]Y el papá se siente contento también’’, explicó.
Algunos de los niños son reprendidos, pero en la cultura jiw, explica Ricardo, lo padres prefieren no regañarlos en exceso bajo la creencia de que los menores pueden enfermarse.
En el segundo piso de la maloca de Gaitán varios niños veían dibujos animados en un televisor de 27 pulgadas. El mundo de los blancos como ellos llaman a sus vecinos se les coló en casi todos los aspectos de su vida.
¿Ustedes qué vida prefieren?, le preguntamos a Gaitán y respondió que su pasado ancestral. “Queremos cien por ciento la raíz donde nacimos’’, dijo.
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Semanario El Venezolano. Madrid, del 03 al 16 de agosto de 2022
Tomado de El drama de las menores indígenas abusadas en la Amazonía colombiana – expresa.SE