Retrocedamos al telón de 1932, cuando Neptalí Bonifaz —acusado de ser más peruano que el ceviche limeño y lealtades tan dudosas como un cónsul en nómina extranjera— fue declarado moralmente impedido para gobernar por un Congreso que, en inusual destello de coherencia, decidió ejercer sus facultades. El desenlace fue un crescendo de tragedia: sangre en las calles de Quito (más de mil muertos y un largo número de heridos), un presidente exiliado y un interino heredando una nación tan fragmentada como la prosa experimental de Pablo Palacio.
Hoy, como lo analizaron Martín Pallares y Roberto Aguilar en el episodio 303 del pódcast Politizados, Noboa podría encarnar un guion gemelo. Los herederos de Rafael Correa —enquistados en el poder como rémoras adheridas al cuerpo de un tiburón—, presuntamente destinados a poblar la próxima Asamblea como espectros en su noche más oscura, podrían impugnar su investidura bajo el manto sacrolegal de la inconstitucionalidad.
Aquí entran en escena los Decretos 500 y 505, aquellos que transfirieron la Presidencia a la Secretaría de la Administración Pública, saltándose a la vicepresidenta electa. La Corte Constitucional, en su sentencia 1-25-IN/25, los declaró inválidos con la contundencia de quien no tolera juegos de tronos criollos: el mandatario no puede repartir funciones como caramelos en un desfile, ni delegar el poder en figuras ambiguas cual quien presta las llaves de su casa a un desconocido.
Pero el verdadero peligro no radica tanto en las travesuras constitucionales de Noboa, sino en cómo sus adversarios usarán ese precedente para cuestionar hasta su derecho a respirar en Carondelet. Los correístas—esos Grandes Maestros del litigio político y del arte de sobrevivir a narcoescándalos con la gracia de un gato en caída libre—, no dudarían en alegar que Noboa incurrió en vicios de forma: desde usar decretos sui generis (esa bonita forma de decir «aquí hago lo que me da la gana») hasta tejer irregularidades en la sucesión de poderes.
Claro, la Constitución de 2008 —esa que algunos juristas citan como si fuera un horóscopo— protege al mandatario en ausencias temporales (art. 146). Pero en Ecuador, cualquier ambigüedad legal es terreno fértil para el juicio político. En este país, la legitimidad no solo se vota: se litiga con saña, se grita en protestas y, en ocasiones, se pacta tras puertas de hoteles de lujo.
Es aquí donde el dilema se sazona con ironía: para sobrevivir, Noboa deberá elegir entre gobernar en el infierno de la furia correísta —que lo acosará como un stalker jurídico— o recurrir a su viejo truco de pactar con el mismo diablo que denunció. Hablamos de una organización cuyo currículum incluye vínculos con el crimen organizado, según ha admitido hasta el actual Secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio —quien, dicho sea de paso, tiene el tacto de un elefante en una cacharrería—. ¿Ironía suprema? Combatir el narcotráfico aliándose con quienes, según la lógica gringa, serían sus custodios. Es como espantar ratas con un lanzallamas: efectivo, pero con riesgo de incendiar la casa.
El fantasma de Bonifaz resurge: un presidente cuestionado no por su ineptitud, sino porque su poder olía a truco de mago barato. Noboa, el influencer de la política ecuatoriana, debe navegar con más cuidado que un funambulista sobre Quito. Si tropieza, su reelección será otro capítulo de Cómo arruinar una democracia en cuatro actos. Diáfana moraleja: cuando la ley se reduce a arma partidista—lección que nos enseñó el propio correísmo con su largo historial de abusos y metidas de mano en la justicia—, la democracia pende de un hilo… y en Ecuador, ese hilo lo sostienen jueces con tijeras en una mano y calculadora electoral en la otra.
La pregunta no es si habrá conflicto —esto es Ecuador, no Suiza—, sino cuánto daño colateral dejará. Como en 1932, todo dependerá de si las instituciones aguantan… o si se doblan como cuchara de plástico ante el peso de poderosos intereses. La política ya no es el arte de lo posible, sino el oficio de lo inverosímil. Y el único final predecible es que el pueblo ecuatoriano—ese eterno espectador de su propia tragedia—seguirá pagando (¿con resignación masoquista?) el precio de la entrada para contemplar su funeral.
Pablo Palacio lo intuyó, y quizá por ello cerró su Vida del ahorcado con un verso circular que encapsula nuestra tragedia recurrente:
“Esta historia pasa de aquí a su comienzo, en la primera mañana de mayo; sigue a través de estas mismas páginas, y cuando llega de nuevo aquí, de nuevo empieza allá… Tal era su iluminado alucinamiento.”
Tomado de El juego de tronos criollo: La reelección de Noboa y el déjà-vu histórico que acecha al Ecuador