El New York Times reportó que en Caracas, Venezuela, se notaba que la reunión cumbre le importaba a Hugo Chávez cuando los trabajadores del gobierno retocadaban los escombros de la ciudad. Antes de que los dignatarios llegaran, los equipos con baldes y cepillos pintaba líneas amarillas brillantes a lo largo de la ruta desde el aeropuerto a la capital, tratando de compensar el deterioro de las carreteras «con destellos de color».
Para los eventos realmente importantes – por ejemplo, una visita del presidente de Rusia – los trabajadores hacían un esfuerzo adicional, pintando también las rocas y los escombros que llenan los baches.
Sentados en sus automóviles blindados con vidrios polarizados, los rusos podrían no haber notado lo reluciente de las pepitas de oro, pero seguramente habría reconocido la idea de la aldea Potemkin.
Después de la riqueza petrolera, el estilo teatral fue el mayor activo de Chávez, presidente de Venezuela desde 1999, quien murió el martes de cáncer. Su sentido dramático de su propio significado le ayudó a llegar al poder como la reencarnación del libertador Simón Bolívar – llegando incluso a cambiarle el nombre al país al de la República Bolivariana de Venezuela.
Ese mismo instinto dramático dividió profundamente a los venezolanos mientras bravuconeaba en el escenario mundial y hablaba de restablecer el equilibrio entre los países ricos y el resto del mundo. Ahora se oscurece su legado real, que es mucho menos dramático de lo que hubiera esperado. De hecho, es mundano. Chávez, a fin de cuentas, era un pésimo gerente.
El legado de sus 14 años de «revolución socialista» es evidente a través de Venezuela: la decadencia, la disfunción y deterioro que afectan a la economía y todas las instituciones del Estado.
El interminable debate sobre si Chávez es un dictador o un demócrata – fue en realidad un híbrido, un autócrata electo – distrajo la atención, en casa y en el extranjero, del tema más prosaico de la competencia.
Chávez fue un político brillante y un gobernante desastroso. Él deja a Venezuela en ruina, y su muerte hunde a sus cerca de 30 millones de ciudadanos en la incertidumbre más profunda. Los fracasos de Chávez hicieron más daño que la ideología, la cual nunca fue tan extremista como él o sus detractores pretendieron, algo muy evidente en la Venezuela que lega.
Las fábricas otrora poderosas de Ciudad Guayana, un centro industrial por el río Orinoco que el MIT y los arquitectos de Harvard diseñaron en la década de 1960, se están oxidando y destartalando, algunas cerradas, otras a la mitad de su capacidad. «La crisis económica mundial nos golpeó», dice Rada Gamluch, el director de la planta de aluminio Venalum, y un leal chavista, dijo en su balcón con vistas a la ruina de la fábrica. Se corrigió. «La crisis capitalista nos golpeó».
En realidad, fue por torpeza de Chávez a nombrar directores de empresas que intentaron imponer principios pseudo-marxistas, sólo para luego ser reemplazados por oportunistas y ladrones, que afectaron a Ciudad Guayana.
Igualmente, la inversión insuficiente y la ineptitud en el manejo de las centrales hidroeléctricas causan apagones semanales que sumen a las ciudades en la oscuridad, y los equipos eléctricos y maquinarias se dañan en medio de un racionamiento de facto. El gobierno no tiene escasez de chivos expiatorios: sus propios trabajadores, la CIA e incluso las perezas que roen los cables.
La emisión inorgánica de dinero y las políticas fiscales temerarias dispararon el alza de la inflación, tanto es así que la moneda, el bolívar, perdió el 90 por ciento de su valor desde que Chávez llegó al poder, y se devaluó cinco veces más de una década. En otro engaño, la moneda fue rebautizada «el bolívar fuerte» – un toque orwelliano.
El acoso de las fincas de propiedad privada y la administración caótica de Estado respaldados por las cooperativas agrarias golpearon la producción de alimentos, obligando a las importaciones extensas, que apilaron miles de toneladas tan rápidamente que se pudrían en los puertos. Chávez lo llamó «soberanía alimentaria».
La politización y el abandono total de las tareas medulares de la estatal petrolera PDVSA – perforación – hicieron que la producción se desplomara. «Es una lástima que nadie se tomó 20 minutos para explicarle la macroeconomía con una pluma y un papel,» me dijo Baldo Sanso, un alto ejecutivo. «Chávez no sabe gobernar».
Subsidios populistas redujeron el costo de la gasolina a $ 1 por tanque, quizás precio más bajo en el mundo, pero cuestan miles de millones en ingresos estatales mientras empeora la congestión del tráfico y la contaminación atmosférica.
El malestar burocrático y la corrupción son tan graves que los asesinatos se triplicaron a casi 20.000 al año, mientras que las bandas descaradamente secuestran víctimas de las paradas de autobuses y carreteras.
Una nueva élite con conexiones con el gobierno, los «boliburgueses» manipulan contratos gubernamentales y la red de control de precios y de divisas para financiar sus lujosos estilos de vida. «Es un gran problema aquí cuando una chica cumple 15 años», dice un diseñador de Caracas, Giovanni Scutaro. «Si el padre está con la revolución, él no se preocupa por el tejido mientras sea rojo. Algo simple, $ 3.000; Más elaborado, $ 250.000 «.
Chávez convocó a los periodistas a Miraflores, el palacio presidencial, para ensalzar sus logros. Pero incluso el edificio traiciona la anomia de la nación, con su fachada agrietada, cerámicas faltantes y un olor de orina en los jardines. Un ministro confió que goteaba cuando llovía en el ascensor privado del Presidente. El genio político de Chávez era convertir a esta catóstrofe económica y gerencial en un escenario desde el cual montar cuatro victorias electorales consecutivas. Una generosidad sin precedentes de petróleo – $ 1 billón – le convirtió en un mecenas sin rival en medio de la extinción de alternativas de financiamiento no gubernamentales. Gastó de manera extravagante en las clínicas, escuelas, subsidios y regalos, entre ellos casas completamente nuevas. Los que trabajan en las burocracias que se multiplican y que han perdido la cuenta de los ministerios fugaces – votaron por él para asegurar sus puestos de trabajo.
Sus elecciones no fueron justas – Chávez manipuló las reglas a su favor, secuestró los recursos estatales, descalificó a sus opositores, castró a otros – pero eran libres.
En una Venezuela atrofiada, encontró refugio en endilgarle la culpa a los demás, sobre todo los «cerdos chillones» y «vampiros» del sector privado, al que acusó de acaparar y especular. Los soldados arrestaron a carniceros acusándolos de sobreprecios.
Sus propios seguidores culpaban a los que le rodeaban: en 2011 se veía pintada con el lema «Abajo el Gobierno, viva Chávez».
El comandante, como se le conocía entre los leales, utilizó su extraordinaria energía y carisma para dominar las ondas radiales y telvisivas con discursos maratónicos (cuatro horas era poco). Podía soplar besos, movilizar tropas, denunciar los Estados Unidos, andar en bicicleta, en tanque, en helicóptero – cualquier cosa para mantener la atención centrada en él, no su rendimiento como gerente.
La distracción se produjo en numerosas formas: denunciando complots de asesinato, un acuerdo nuclear con Rusia (finalmente abandonado); la exhumación de los restos de Bolívar para determinar si fue asesinado; alabando o atacando huéspedes.
Experimenté el poder de sus actuaciones de primera mano en 2007 cuando, como corresponsal de The Guardian para las Américas, aparecí en su programa semanal «Aló Presidente», en un episodio celebrado en una playa. Invitado a hacer una pregunta, le pregunté si la abolición de los límites a la reelección corrían el riesgo de llevar al país al autoritarismo. Chávez hizo una pausa y frunció el ceño antes de emitir la impertinencia hacia el mar y usar mi pregunta como pretexto para fustigar la hipocresía europea, a los medios de comunicación, la monarquía, la Armada Real, la esclavitud, el genocidio y el colonialismo.
«En el nombre de los pueblos latinoamericanos exigimos que el gobierno británico regrese las Islas Malvinas al pueblo argentino», exclamó. Luego, vino otra descarga sobre el colonialismo: «Es mejor morir luchando que ser esclavo!» Una y otra vez se continuó: Cristóbal Colón, la Reina Elizabeth, George Bush. Fue inútil tratar de explicarle que yo soy irlandés y republicano, y que la monarquía europea era irrelevante a mi pregunta, la cuál él había esquivado. Esto provocó otra andanada.
Era de teatro. Mientras se recogían las cámaras, y todos nos preparamos para regresar a Caracas, el Presidente me dió la mano, se encogió de hombros y sonrió. Yo había sido un chivo expiatorio conveniente. Sin rencores. Todo era un espectáculo.